Amar sin abrazar y extrañar sin decirlo

Foto tomada por: Laura Tatiana Peláez Vanegas
Intervención por: Jimena Madero

¿Cómo nos han cambiado las relaciones familiares con esta pandemia? ¿Qué cosas vitales para el corazón, como una caricia o un beso, hemos tenido que reemplazar con la distancia y el aislamiento? ¿Qué tanta cuarentena aguanta un cuerpo que ama? Quizá no la suficiente.

“Quiero que sepas, si alguna vez lees esto, que hubo un momento en el que preferí tenerte a mi lado en lugar de todas estas palabras; preferí tenerte a mi lado que tener todo el azul del mundo”.

Maggie Nelson.

¿Qué tan difícil es quedarse en casa por varios días? Es tu espacio, un lugar del que ya te has apropiado con tus cosas y que compartes, tal vez, con tu familia o con gente a la que conoces bien. Fui de ese grupo de personas que no sufrió nada la decisión de los gobiernos locales y del gobierno nacional de imponer la cuarentena. Fui de ese grupo de personas que no sufrió nada con quedarse encerrada en casa.

En marzo cambié de trabajo a uno mucho más cercano al lugar donde vivía sola, al que podía llegar a pie e incluso ir acompañada por colegas que también eran amigas y vecinas. Estaba emocionada por trabajar en el centro de Bogotá, por no madrugar, por tener tiempo para cocinar el almuerzo y por compartir escritorio con una de mis mejores amigas. Alcancé a trabajar un día, cuando llegó la cuarentena. No lo dudé un segundo: renuncié a mi vida de independencia en la ciudad para volver a la casa de mis padres en Mosquera, Cundinamarca, a unos minutos de Bogotá. Tenía miedo por cómo iba a ser la convivencia con mis viejos después de cinco años viviendo sin ellos. Aunque durante ese tiempo los visité casi todos los fines de semana, no era lo mismo volver a compartir las 24 horas del día, los siete días de la semana.

Contra las opiniones de varios de mis allegados, me adapté muy bien a mi hogar. Extrañaba a mis padres y a Mila, nuestra perra, que es parte de la familia. Entendí que salí corriendo del apartaestudio de 24 metros cuadrados y que usé durante cinco años para llegar a dormir porque tenía miedo de estar sola en un momento de tanta zozobra y ansiedad mundial. En esta casa grande, de tres pisos, con jardín y patio sentía por ratos que todo era de nuevo seguro: abrazar, hablar, comer e incluso caminar alrededor de la casa.

Pero los días fueron pasando y me demostraron que ni ahí  podía esconderme de la vida de la que salí huyendo. Mi padre, de 75 años, decidió que no iba a tener muestras físicas de afecto con mi madre ni conmigo para reducir el riesgo de contraer covid-19. Me pareció exagerado y olvidaba constantemente esa decisión drástica. Todo el tiempo intentaba abrazarlo o darle un beso. Él me alejaba con delicadeza. En esa época sentí que no me quería. No se lo dije, claro, porque fue un pensamiento fugaz que ahora confieso en este texto. Con el tiempo, me descubrí un día entero sin buscar un abrazo de mi padre. Mi madre también empezó a alejarse. Las relaciones empezaron a cambiar. Las demostraciones físicas de afecto son importantes en mi familia. Todo el tiempo compartimos espacios y actividades que implican estar cerca: nos recostamos en la misma cama, hasta con Mila, a ver televisión o a dormir un rato, comemos en la misma mesa, nos abrazábamos varias veces al día o mis padres me reparten besos en cualquier momento. Al menos así recordaba las interacciones de antes entre nosotros.

Foto tomada por: Laura Tatiana Peláez Vanegas.
Intervención de: Jimena Madero.

Mientras escribo este texto cumplo diez días aislada en mi propia casa. Dos voluntarios y ocho de los diez que me recomendó la EPS por prevención, mientras me entregan los resultados de la prueba de covid-19. Llevo diez días en los que mi hogar, el espacio del que me apropié, se ha convertido en un lugar extraño para mí. No puedo salir de mi habitación sin tapabocas, y debo desinfectar todo lo que toco. Me siento como una reina Midas del coronavirus en potencia: si tengo el virus, puedo dejarlo en cualquier parte. Es extraño salir al estudio y ver las cosas como las dejé la última vez que me sentí bien físicamente, antes de sentir un dolor de cabeza insoportable y una debilidad dolorosa que me oprime el cuerpo: los cables del computador, las libretas y cargadores desordenados, los lapiceros y marcadores de colores que uso para mi trabajo y mi estudio regados. Todo en el mismo lugar.

Mi madre me llama por celular, estando en la misma casa, para pedirme perdón por no acercarse al piso en el que me encuentro aislada. “Cuando pueda, te dejo las cosas para que desinfectes el estudio y no trabajes más en la cama. Te va a doler la espalda”. Mi padre, a escondidas de mi madre, se acerca a mi cuarto a contarme que ya van a cenar o a almorzar y a decirme que en un momento dejan en las escaleras la comida para que comamos más o menos al tiempo. No les he confesado que he llorado por no reunirnos de nuevo en el comedor, por no poder despertarme en la mañana y salir corriendo a abrazarlos como siempre, por no poder regañar a Mila cuando se pasa en la madrugada a mi cama para dormir más abrigada. No les digo a mis padres que los extraño más que nunca en mi propia casa,  teniéndolos tan cerca. Confieso que me siento tonta e impotente.

En mi trabajo como periodista, son varias mujeres a las que he entrevistado que trabajan en distintos sectores. Muchas han tenido covid-19, se han aislado, se han hartado, han extrañado, han llorado y han decidido salir de sus casas para proteger a sus padres o a sus familiares. Tal vez uno de los actos más grandes de amor en tiempos de coronavirus es conservar la distancia.

Hace poco, una amiga me contó cómo ella y sus padres vivieron la muerte, la despedida y el novenario de un amigo, padre de familia, que falleció por covid-19. Todo a través de videollamada. Me contó con la voz entrecortada como tuvo que ver a les hijes del hombre, casi de la misma edad de ella, amigxs de toda la vida, llorar por una pantalla de un computador. El dolor que sintió fue profundo al no poder abrazarlos. Solo pudo ir en carro hasta su casa, dejarles comida a la viuda y a les hijes en la puerta, ver desde el carro cómo la recogían, llorar y despedirse mientras la miraban por la ventana.

La impotencia carcome porque parece que no estamos acostumbrados a acompañar nuestras palabras de consuelo y afecto con la ausencia de una caricia, un beso o un abrazo. Acciones sencillas y vitales para el corazón. Ahora que estoy aislada y ansiosa, pienso muchas cosas: ¿y si no desinfecté bien la chapa del cuarto o el suiche de la luz?, ¿si mis padres lo tocan y se infectan? Tengo el pálpito de que si salgo positiva, saldré bien librada, porque como me decía una amiga: “En este momento, las estadísticas son mi pastor y no me fallarán”. Soy una mujer joven sin enfermedades preexistentes, pero mis padres hacen parte de la población que mayor riesgo tiene de morir por el virus. En estos momentos de incertidumbre trato de copiar a Maggie Nelson y en cualquier caso, no cuento los días, mientras le hago caso a Brodsky: “¡No seas un tonto! Se lo que no fueron otros. No salgas de tu cuarto. Dale vida a tus muebles. Fúndete en la pared. Mueve el armario. Aíslate así de Cronos, cosmos, eros, raza, virus”.

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