Ya no recuerdo el número de veces en las que mi bisexualidad ha sido entendida como una orientación de mentiras. O algo que solo existe para el consumo masculino. Me parecen incontables las persecuciones a mi propio deseo, los cuestionamientos a la validez de este y las veces que me han pedido que lo compruebe. “¿Cómo puedes ser bisexual si tienes novio? ¿Eso significa que te gusta todo el mundo?¿Harías un trío con nosotres? ¿Con cuántas mujeres has estado en tu vida?”.
Terminando el mes del orgullo LGBTIQ+ me he vuelto a acercar a algunos estereotipos y mitos que siguen recayendo sobre mi orientación sexual. Esta, a su vez, es una sombrilla donde lo ‘bi’ no alude necesariamente al binario de ‘ellos y ellas’. También cobija más identidades y orientaciones como las personas pansexuales y cuir. Explicar esto es necesario, tanto por el desconocimiento que existe desde la normatividad heterosexual, como por la constante negación y conflictos al interior de la comunidad diversa.
Reconocerse como mujer/hombre/persona no binaria bisexual es una experiencia atravesada por cuestionamientos y sensaciones de incomodidad recurrentes. Si eres una mujer cisgénero bisexual es muy probable que hayas sido sexualizada en algún punto de tu vida. Si eres un hombre cisgénero bisexual, o una persona con identidad de género diversa, quizá te hayas enfrentado a la negación de tu propia existencia.
Por eso, por los constantes cuestionamientos y discriminaciones que vivimos las personas bisexuales, les propongo una revisión de estas premisas que nos caen encima todo el tiempo. Pero antes quiero unirme al llamado de un activismo bisexual que sea reconocido dentro de los feminismos y la diversidad, ¿por qué? porque desafiar los mitos y cambiar las narrativas en torno a esta orientación sexual parten también de reconocerla como una postura política que comprende mucho más que ‘acostarse con cualquier persona’.
Es común que la bisexualidad, definida por Robyn Ochs como “la capacidad de sentir atracción romántica, afectiva o sexual por personas de más de un género o sexo, no necesariamente de la misma manera y no necesariamente en el mismo grado y con la misma intensidad”, sea invisibilizada y anulada. Incluso fetichizada.
También es común que los mitos que escuchemos sobre nosotres mismes sean que somos personas promiscuas, que estamos atravesando una fase o que estamos ocultando nuestra “verdadera” orientación sexual. Adicional a esto, también es constante la impresión de que las mujeres bisexuales somos más aceptadas que otras personas con diferentes orientaciones sexuales. Pero esta aparente aceptación oculta un problema de fondo: la sexualización y la misoginia con la que somos leídas en la sociedad.
No se trata de que seamos más aceptadas, estamos más fetichizadas. El porno, la cultura de la violación y las narrativas heteronormadas pareciera que ‘validaran’ más nuestra existencia solo porque nos conciben para el consumo masculino. Pero esa aparente aceptación nos impide reconocernos como personas con una orientación sexual cambiante y diversa. Tampoco permite ver nuestra apuesta política por reconfigurar el deseo y lo que hemos asumido como normal en los vínculos con les demás. Dentro de esta orientación caben preguntas sobre el amor romántico, la idea de una sola pareja para toda la vida y la jerarquía de las relaciones de pareja por encima del amor a les amigues, por ejemplo.
Históricamente, esta sexualización de las mujeres bisexuales ha tenido también la consecuencia directa de excluir a las personas transgénero y no binarias con esta orientación. Se asume que solo deseamos a personas cisgénero. Por eso mismo, desde hace varias décadas les activistas bisexuales han luchado para que esta orientación sexual sea leída por fuera de los binarios. Más bien se busca que sea una apuesta por diversificar los géneros.
Por ejemplo, la autora y activista israelí Shiri Eisner, propone ampliar nuestra perspectiva sobre la bisexualidad. Se refiere a tres dimensiones: deseo, comunidad y política. Para Eisner, el deseo bisexual no se limita a “hombres” y “mujeres” sino que reconoce la diversidad de géneros sobre los que unx puede sentir deseo u atracción romántica/sexual. Así, “sentir atracción por más de un género o sexo” desafía la noción (y la norma) de sistema-género binario. Esto, porque no está centrada en la genitalidad sino en las múltiples identidades de género existentes.
En términos de comunidad, la bisexualidad puede ser un espacio para reconocer y amplificar las múltiples experiencias de quienes tienen orientaciones sexuales diversas. Finalmente, la dimensión política permite ver cómo la disrupción de estereotipos sobre el deber ser de nuestras orientaciones sexuales es también un espacio de oportunidad para cuestionar las estructuras de poder que, al final, determinan quiénes y cómo podemos ser.
El patriarcado establece que la heterosexualidad es la ‘buena’ opción del deseo y el amor. En contraste, la homosexualidad existe como lo ‘malo’ que nunca se debe mezclar con la heteronormatividad. La bisexualidad es anulada porque diluye esa frontera. Así, se vuelve un riesgo para el entendimiento limitado de nuestras vidas en ese marco.
La apuesta de Eisner reconoce ideas que no deberíamos olvidar: la bisexualidad no es un mito, nuestro deseo no es un fetiche y no tenemos que justificar nuestras decisiones dentro de un marco de santidad o promiscuidad para ser reconocides como lo que somos. Hoy vale la pena recordar que nuestras existencias son válidas en toda su diversidad y que eso, en sí mismo, es un horizonte de lucha y transformación constante que moviliza nuestros espacios cotidianos.
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