*Este contenido se realizó en alianza con Artemisas con la intención de protagonizar las voces, sentires, experiencias y lecturas de las mujeres en Cali que han resistido desde tejidos organizativos diversos en estos 35 días de Paro.
Para quienes se preguntan cómo se ve Cali ahora, podría decirse que es un recuerdo de lo que fue. Recorrerla de día es ver el tráfico vacilante, vías que funcionan en todos los sentidos, zonas donde hubo comercio y vida nocturna convertidas en vitrinas vacías, marcas de letreros arrancados y anuncios de “SE ARRIENDA” pegados a las ventanas.
De noche, la experiencia es solitaria: caminar tan rápido como sea posible y buscar andenes donde aún funcione el alumbrado público para llegar a casa. Sin embargo, ahora hay lugares donde la vida fulgura todo el tiempo, insistente. Como si gran parte de la luz que se prendía de noche en Cali ahora se concentrara en iluminar solamente los puntos de resistencia.
Deben verse como pequeñas llamas desde arriba: Puerto Rellena, ahora es Puerto Resistencia. La Loma de la Cruz se convirtió en la Loma de la Dignidad. Univalle, en Uniresistencia. El Paso del Comercio es el Paso del Aguante. Cali no solo se ve diferente, se llama diferente.
Y ahora es el escenario principal de decenas de miles de jóvenes que durante más de un mes han organizado rabias para apropiarse del espacio público: a partir de la tragedia, de los vínculos y de proyectos diversos de futuro.
Dentro de esta reconfiguración, las mujeres hemos sido protagonistas. Ya sea declarando principios por medio de acciones artísticas, salvando vidas hasta la madrugada o tejiendo redes basadas en el cuidado, las mujeres en Cali han dejado su marca violeta en el asfalto de estas calles calientes que han soportado más de 30 días de Paro Nacional.
MANIFIESTA, en alianza con Artemisas y 070 que habla sobre protesta y movilización social, recogió por toda la ciudad un puñado de acciones gestadas durante este estallido social del 28A, al interior de juntanzas y sentires compartidos entre mujeres que en vez de aguantar, siguen resistiendo.
Portar otro uniforme con valor
Apocalipso – Siloé
Lo más impactante que Andrea* vio el 28 de abril en el punto de Uniresistencia, donde hubo más de treinta heridos, fue el caso de un chico que la Policía encerró durante cuatro horas. Al examinarlo, ella y sus compañeros de la Brigada Médica de la Universidad del Valle, que atendía el sector esa noche, determinaron que los golpes le habían causado un trauma raquimedular: una posible paraplejia.
Andrea está acostumbrada a ver todo tipo de pacientes. Es Técnica en Atención Prehospitalaria y estudia Fisioterapia en la Universidad del Valle. Quiere ser médica. Creció en el Distrito de Aguablanca y ve su profesión como una forma de servicio, no un trabajo. Esa noche también recibió un paciente con el ojo izquierdo estallado por un perdigón y varios con los dientes volados.
Estuvo en Puerto Resistencia las noches siguientes y finalmente se quedó en Apocalipso, el nuevo nombre del sector de Calipso, que está más cerca a su casa. Allí hay dos subpuntos de atención médica: El Pondaje y Puerto Madera. Desde el pasado 16 de mayo ella atiende el primero con cuatro compañeras más.
Aunque se instaló por el Paro, El Pondaje funciona desde el mediodía. Las brigadistas atienden todo tipo de requerimientos de la comunidad hasta que, pasadas las 6, empiezan a recibir heridos y el ambiente cambia. A pesar de eso, la voluntad de servicio está intacta, dice Andrea, pero desearían poder trabajar tranquilas.
El pasado 23 de mayo, agentes del Esmad y Policía las rodearon en la noche. La Brigada se ocultó detrás de una caseta donde funciona el punto y se tiraron al piso hasta que cesaron los disparos. Aunque ellas hacen casi todo el trabajo, Andrea admite que “A veces sí vemos la necesidad de que un hombre nos acompañe en la jornada, por la cuestión del riesgo”.
A pesar de las pocas garantías, van a seguir en El Pondaje. Otros puntos donde opera la Brigada de Salud de la Universidad del Valle se han replegado por amenazas directas y proteger la vida del personal médico es prioridad. “Hace poco circuló un panfleto en el que ofrecían 20 millones de pesos por cabeza de brigadista”.
Se tienen a ellas cinco durante los turnos, que a veces van hasta la madrugada. Salen al tiempo, comparten sus ubicaciones en tiempo real al irse y confirman entre todas que llegaron a sus casas a salvo. Vivas. No se puede fotografiar la labor que cumplen estas mujeres hace 35 días. Portar el uniforme de salud se convirtió en un riesgo para sus vidas.
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Siloé
Sara* tiene 19 años. Es estudiante de Enfermería y vive en la comuna 20, conocida como Siloé, donde la Policía cometió una masacre el pasado 3 de mayo. Según medios de comunicación internacionales, esa noche hubo tres jóvenes asesinados a manos de la fuerza pública y 20 heridos. No hubo personal médico disponible ni insumos para contener la emergencia. Sin embargo, la comunidad se unió para salvar vidas.
Al día siguiente ya había insumos y una brigada organizada, Sara incluida. Entre una decena de personas montaron dos puntos de atención médica en la zona de la Glorieta. Esa noche la Policía no se quedó quieta: “Teníamos tres pacientes en el punto uno (…). Los policías comenzaron a lanzar gases muy cerca. El gas estaba vencido: tenía un olor diferente, picaba más (…), nos ardía el estómago, varios del personal médico empezamos a vomitar y yo generé una alergia”.
El 4 de mayo los medios no reportaron víctimas mortales en Siloé. Según Sara, los hostigamientos han continuado cada noche, sin falta. “Nos tienen fichados. Muchas veces nos toca atender sin uniforme para ser menos visibles”, dice. “El uniforme médico es un medio de bioseguridad, al no portarlo nos estamos desprotegiendo”. A pesar de la frustración, Sara carga su botiquín personal a todos lados.
“Mamá, ya regreso”
Puerto Resistencia, Paso del Aguante, Siloé, Meléndez y Calipso
Es 23 de mayo en el barrio Meléndez, a las 3:30 de la tarde. Una luz cálida se filtra entre los árboles. Ana toma el micrófono para explicar lo que va a pasar en este espacio.
Nos paramos con timidez y tomamos un nombre pintado en rojo sobre una tira de cartulina blanca. Cada uno de nosotros, más o menos cuarenta personas, busca un lugar de la calle barrida previamente para acostarse. “Juan Carlos Petis”, se lee sobre mi pecho: una de las cientos de víctimas de desaparición y homicidio durante el Paro.
Son 30 artistas a cargo de esta acción llamada “Madre, ya regreso”. Una de ellas es Ana María Gómez, Licenciada en Arte Dramático, quien desde 2018 estudia el arte como forma de organización de la protesta social. Esta acción se basa en El Siluetazo de Argentina, nacida en medio de la última dictadura militar: “Se reunían cientos de personas en parques de Buenos Aires, ponían pliegos gigantes, las personas se acostaban, se les hacía una silueta y luego todas las siluetas se pegaban en el centro de la ciudad”, cuenta Ana y agrega que fue la acción artística más importante para denunciar las desapariciones de la dictadura argentina.
En Meléndez las siluetas se trazan sobre el asfalto, con pintura blanca. Las mujeres sahumadoras recorren los caminos marcados por la distancia entre cuerpo y cuerpo. Limpian el aire con el humo sagrado, y adornan nuestros pechos con flores amarillas.
Ana y su colectivo retomaron el Siluetazo con un sentido ritual. La idea era honrar a los ausentes, traerlos a través de los cuerpos presentes. Una de las grandes tragedias de Colombia es el poco duelo que le hacemos a las víctimas de la guerra, dice ella, quien considera que el arte tiene un papel vital para llenar ese vacío.
“Esto se puede acabar en cualquier momento pero hay un tejido hecho, es el vínculo que se ha armado en los espacios públicos y eso no se va de la noche a la mañana”, explica.
El performance se ha presentado en cinco puntos de resistencia en Cali, adaptándose a cada comunidad. En Puerto Resistencia y Siloé participaron las cantadoras del Pacífico, que con sus voces alumbraron otro significado de la muerte. En el Paso del Aguante hablaron las madres de los jóvenes asesinados la noche del 2 de mayo. En Meléndez, las mujeres de la fundación Ecolprovys, que trabaja por la soberanía alimentaria y la liberación de la tierra, organizaron el espacio con un mercado orgánico y una olla de sancocho.
Para Ana la calle tiene una magia grande, y está convencida de que nos ha enseñado más cultura política en el último mes, que años de formación académica. Porque la calle obliga al contacto con el otro y así se genera el conocimiento de la verdad. La última presentación de “Madre, ya regreso” se realizó el pasado 29 de mayo en Calipso, con el acompañamiento de las cantadoras.
Ollas comunitarias: cuidado, agencia y denuncia
Siloé – Sameco
Hay abuelos bien vestidos sentados en el andén y la olla apenas empieza a hervir. Son lentejas. Doña Karol revuelve y no permite que nadie se acerque a la olla por bioseguridad. Diagonal a la esquina de la olla humeante está el CAI de El Cortijo que, según medios de comunicación, fue incendiado el 3 de mayo cuando la fuerza pública entró a la Comuna 20.
Hoy domingo, hay tres ollas en la parte baja de Siloé, en la Glorieta. Pero en la ladera sólo está la que doña Karol, su hijo y sus amigos llevaron: no hay garantías en la parte alta. En la zona han resurgido conflictos entre pandillas y fronteras invisibles durante las últimas semanas.
A todo el que pasa le preguntan “¿Va a almorzar?”. Doña Karol y Steven, su hijo, estudiaron gastronomía. Viven en el barrio Tierrablanca, parte alta de Siloé, y cocinan para los vecinos del sector desde 2012, cuando crearon la Corporación Sentenario 06 que tiene varios programas sociales, entre ellos un comedor comunitario que funciona de lunes a viernes. Madre e hijo conciben el cuidado y el servicio como su proyecto de vida.
Les consta: la pandemia y el paro han generado un hambre sin precedentes. Les preocupa, sobre todo, los adultos mayores que no se pensionaron y deben vivir con 160 mil pesos de subsidio mensual: “Que a nosotros nos toque sobrevivir, y aprendamos a ser luchadores y a ingeniárnosla para salir adelante, es otra cosa. Pero la verdad es que lo que hace el gobierno con la gente es un atropello”.
Marcela, una de las amigas de Steven, sirve el arroz. Cuenta que estar ahí significa resistir desde otra orilla: “Se puede estar en primera línea, pero también se puede hacer un llamado de cuidado a la comunidad”, asegura. “Estar unidos para luchar por algo más digno. Y aunque esta iniciativa se gesta a partir del paro, lo que nos deja son las ganas de seguir”. Además, ¿Quién dice que la gente no se une alrededor de un plato de comida?
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Eloisa, Ana María y Nancy son parte del comité afro de la comuna 10 e integran la colectiva Mujeres sin miedo, creada el 28 de noviembre de 2020. Se organizaron junto a otras lideresas para pensar estrategias de cuidado ante la violencia doméstica que estalló en sus barrios durante la pandemia.
Desde que inició el Paro se mueven las tres, con sus bastones de mando y palos de agua, a diferentes espacios de movilización y encuentro. Creen, como otras colectivas, que su presencia en los puntos de resistencia es una garantía de paz y no agresión. “Nosotras cuidamos la vida y nuestra gran preocupación son todas las vidas de jóvenes que se están perdiendo”, dice Eloisa.
Ellas también le apostaron al proyecto de las ollas comunitarias en su zona. Ahora lo replican en diferentes puntos del Paro. La pandemia fue el primer impulso: “un día nos tocó decir ‘bueno, o nos quedamos aquí encerradas o hacemos algo para que nuestra comunidad no vaya a sufrir’”, cuenta Ana María. “A riesgo de nuestra propia salud, salimos a gestionar donaciones, recoger alimentos, cocinar y llevarle comida a algunas personas”.
Para ellas la olla es una acción de resistencia paralela a la primera línea y una manera política de hacer presencia en el espacio público. Pero sobre todo, una tradición de sus ancestras que han revitalizado acá en la ciudad. Para Nancy la cocina es un sistema político que arropa, une y permite sostener conversaciones difíciles.
Recuerda que en la casa de su abuela la cocina era abierta y de madera. Había una azotea, los fogones eran altos y tenían unas barbacoas para asar las carnes con el humo. “Mientras la abuela iba cocinando con las tías, los demás, alrededor, íbamos conversandito, conversandito”.
Que el mapa se llene de Puntos Lila
Loma de la Dignidad
El círculo lo conforman 18 mujeres, la mayoría jóvenes. Las chicas a cargo de la Biblioteca de la Dignidad, creada dentro del CAI destruido la primera semana de movilizaciones, convocaron la reunión. Hay mujeres de diferentes colectivas con el mismo objetivo: planear la instalación de un Punto Lila permanente en el lugar.
Un punto que sea un centro de operaciones para hacer pedagogía con la gente del barrio y de la ciudad: talleres con niñas, niños y padres para discutir crianzas no sexistas, sesiones de literatura femenina disidente. Pero también un espacio para activar rutas de atención en casos de violencias basadas en género, para lo que se convocará al Centro LGBTIQ, pues históricamente la Loma ha sido un lugar de denuncias de homofobia y transfobia.
El 30 se convocó una pintada en la Rotonda, con la idea de teñir el suelo de violeta y dibujar una gran mandala. El Punto se inauguró el lunes 31 de mayo y se replicará en Calipso. Esta tarde, sin embargo, la agenda se basa en el debate y en propuestas. La palabra rebota de un lado a otro:
—No tiene sentido luchar por los derechos de la gente y de repente acosar, maltratar, discriminar a una compañera o apartarla por cualquier razón.
—Yo he escuchado la frase “¿por cuántos pasa para ser de primera línea?”.
—O “Váyase pa la olla comunitaria”
Denuncian casos de acoso por parte de jóvenes de primeras líneas. Concuerdan en que el reclamo se complica en ese contexto. Como si enfrentarse al acoso sexual fuera igual a estar en contra del Paro. Para ellas, la meta es despatriarcalizar incluso la lucha social, en la que el culto al heroísmo y a la fuerza física ocultan la importancia del cuidado.
—Se les ha dicho a los chicos de primera línea: “ustedes no son protectores, sino cuidadores”. Instalar la narrativa del cuidado es vital. Si no, se vuelve esto una cosa solo para valientes.
—La gente también maneja una narrativa de que los pelados que han sido asesinados “dieron la vida por el paro”. Nosotras venimos diciendo “a ellos les arrebataron la vida”. Ese discurso de “por el paro, hasta la vida misma”, no va.
Los chalecos de la fe
La Luna, Siloé, Puerto Resistencia
Ambas, Magaly y Delia, prefieren que la entrevista sea cuando vuelvan de terreno a sus casas, luego de semanas en las que solo llegan a dormir. Son defensoras de Derechos Humanos desde mucho antes de que estallara esto. Pero reconocen que algo cambió. Las pocas garantías que notaban para hacer su trabajo en las calles desaparecieron el 28A.
Ese día, cuenta Delia, decretaron toque de queda a las 11 a.m. en Cali, cuando algunas movilizaciones apenas arrancaban. La orden de la Alcaldía fue volver a casa a la 1. “Llamamos a la institucionalidad para reclamarles, la gente estaba en las calles, no iban a alcanzar a llegar a sus casas”. La gobernación extendió el plazo. Desde ese día permanecen en los puntos de resistencia mientras queden manifestantes, para garantizar la vida.
La primera labor de Delia es la pedagogía con las familias de los desaparecidos en dos puntos principales: Puertos Resistencia y Siloé. Cuenta que en Cali se creó una Comisión de Verificación el 3 de mayo, con varias organizaciones que verifican información y activan el Mecanismo de Búsqueda Urgente. Delia es puente entre la población, la Comisión y los entes institucionales.
Dice que hasta la fecha hay más de un centenar de desaparecidos, solo en Cali, lo que podría implicar un subregistro en los datos aportados por la Fiscalía durante la última semana.
Magaly acompaña a manifestantes y personal médico en todos los puntos. Verifica que la fuerza pública actúe proporcionalmente, intercede en detenciones irregulares y activa alertas de ataques a la población civil. El 9 de mayo, en el sector de La Luna, ella misma sufrió un ataque con 10 defensoras más: “De una camioneta blanca nos empezaron a disparar, a pesar de que llevábamos chaleco”. Estaban allí porque minutos antes habían asesinado a un joven.
Los manifestantes claman por la presencia de Derechos Humanos. “Creen que el chaleco nos convierte en salvadoras”, dice Magaly. Pero la fuerza pública y un sector de la sociedad caleña han estigmatizado su labor, como fue evidente en la llamada Marcha del Silencio.
Ellas, casi todas mujeres, se sienten igual de expuestas que los demás ciudadanos, a veces más. “Los mismos policías nos gritan ‘putas, viejas metidas’, dicen que venimos a las movilizaciones a conseguir marido”. Esto puede extenderse en jornadas que pueden durar hasta las cuatro de la mañana.
Delia también gestiona atención psicosocial para las primeras líneas. Reconoce que no ve soluciones, pero que siguen firmes en su labor como defensoras. El asumir la lucha como único proyecto de vida, explica, ha transformado a estos jóvenes. Y su aporte, como defensora y mujer, es proporcionarles espacios seguros y momentos en los que puedan hablar de lo que sienten. De lo que se siente ser joven en un país así.
*Los nombres han sido cambiados por motivos de seguridad.
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