¿Cuántas veces hemos visto publicaciones que denuncian públicamente acoso, abuso o violencia sexual en nuestras redes sociales? Yo ya olvidé la cantidad. Al ser parte de organizaciones culturales y políticas, es difícil llevar una cuenta precisa. Hay meses con mucho movimiento, como acaba de pasar con las denuncias contra el profesor Mauricio Zambrano del colegio Marymount de Bogotá. La Fiscalía le acaba de abrir investigación preliminar por las denuncias de varias exalumnas de la institución sobre casos de acoso y abuso sexual.
Con casos como este, que ha sido muy mediático, la dinámica (al menos inicial) es muy parecida. Una mujer, o un grupo de mujeres, hacen una denuncia pública en redes y en cuestión de segundos el escrache crece. Muchas veces, lo que termina pasando es que se crea una oleada de denuncias contra el mismo agresor. O contra las comunidades de las que hace parte.
En este caso, exalumnas del colegio Marymount en Bogotá presentaron un documento en el que señalaban que el profesor Mauricio Zambrano había abusado sexualmente de una de las estudiantes. También que había acosado a muchas de ellas. En redes apareció el numeral #MaryMountNoMásSilencio con el que muchas más se sumaron a las denuncias iniciales.
Siento que, últimamente, los escraches son menos usuales. Los silencios compartidos entre las instituciones, colectivos y parches involucrados y las consecuencias negativas para las denunciantes ha hecho que muchas, individual y colectivamente, empecemos a cuestionar el escrache como una herramienta cotidiana y efectiva de denuncia. También la facilidad con la que una historia de violencia de género o de abuso se transforma en un chisme, en una batalla de ‘quién dijo qué’ y la exposición constante de quienes han sido victimizadxs. Cuestionar esta herramienta no es hacerla más, o menos, válida. Con todas sus aristas es un instrumento de justicia que nos pertenece. Sobre todo en un sistema en el que denunciar formalmente es un proceso demorado y victimizante.
Los cuestionamientos vienen, más bien, de una pregunta que a muchas no nos deja de dar vueltas. ¿Qué sigue después? Cuando nos enfrentamos a denuncias de violencias que no son violaciones, por ejemplo ¿Qué estamos haciendo? ¿O cuando escrachamos y reproducimos escraches que crecen de manera exponencial en las redes? ¿Cuáles son los impactos de esa cantidad de denuncias que un día son virales en todas las redes y al otro día son olvidados públicamente? Hemos normalizado las denuncias públicas, se volvió un mecanismo habitual. Pero todavía no hemos pensado suficiente en lo que sigue. En cómo dar conversaciones y construir procesos y espacios en los que haya una responsabilidad con los hechos cometidos. Sobre todo, no hemos pensado a fondo qué hacer con los afectos y relaciones que se transforman. O con las relaciones que se fracturan después de estas violencias basadas en género y sus respectivas denuncias.
En otra columna, ya sugería algunas ideas para mirar este problema desde una perspectiva de responsabilidad colectiva, de un ‘hacernos cargo’ (no solo los agresores). Que nos permita ver la sistematicidad del problema, su magnitud, y los alcances que ha tenido en diferentes espacios, incluidos los que yo habito. La sistematicidad en violencias como la sexual, está presente en prácticamente todos los espacios, incluidos los que deberían ser seguros. Lo acabamos de ver recientemente con este caso del Marymount, o el del Colegio Colsubsidio. Desde instituciones educativas, pasando por espacios artísticos como festivales de música, las denuncias sobre violencias basadas en género abundan.
Si esto es estructural, ¿cómo podemos hacernos cargo de manera colectiva para que esto cambie en lo colectivo en vez de limitarlo a los casos aislados?
La pregunta sigue ahí en el aire, principalmente por la falta de reconocimiento. Primero, de la verdad narrada por quiénes han sido victimizadxs. Segundo, de cómo los hechos responden también a dinámicas colectivas permisivas donde impera el silencio y la complicidad. En ambos casos, un ejercicio que de cara a espacios políticos y culturales, debería ser colectivo. Nombrar las agresiones, reconocer la verdad detrás de las denuncias de las personas victimizadas. Hablar públicamente de un problema que, además de las acciones de agresores, tiene raíces en lo que permitimos como sociedad, son algunos de los pasos para ese reconocimiento colectivo.
Porque, si estamos persiguiendo horizontes colectivos tenemos que construir una responsabilidad. No solo discursiva, no solo individual, sino también como una ‘capacidad de responder’ como círculos cercanos, como instituciones. A la final como sociedad, a esas tantas violencias tan sistemáticas. Es hacer del “yo te creo” un “nosotrxs te creemos”. Y proporcionar los espacios para que quienes toman la decisión de denunciar puedan narrar lo sucedido sin miedo de ser tildadxs de mentirosxs o imprecisxs. También, para que se priorice la reparación. La que cada quien elija, y la necesaria para que lxs agresores reconozcan la dimensión de los hechos. También para que sean conscientes sobre los límites necesarios para volver a incorporarse a una comunidad.
Esto no es lo mismo que confrontar a las personas victimizadas con sus agresores. Tampoco generar una carga adicional en los procesos de perdón y reparación individual. No estoy proponiendo un manual de buenas formas de reparación. Se trataría, más bien, de que compartamos esa herida. Que la hagamos colectiva y pensemos en repararla así como nos preocupamos por cosas en nuestro quehacer cotidiano.
La insistencia en dejar absolutamente todo en las manos de quién ha sido victimizadx y del agresor no está funcionando. El ejercicio de seguir pretendiendo normalidad cuando hay espacios fragmentados o irreparablemente rotos por esas violencias, tampoco. Que abusen a una compañera de algún colectivo, por ejemplo, no es un problema de ella sola. Mucho menos si el agresor hace parte de esa misma colectividad y se van a seguir encontrando en eventos, reuniones o posibles articulaciones.
En estos términos, si el cuidado colectivo se basa en la escucha, el consenso y el diálogo constante, podemos trasladar estas dinámicas a las reparaciones. Esas que no estamos logrando en los casos de agresiones, abusos sexuales y en general violencias basadas en género.
Un cuidado colectivo que nos permita alejarnos de las perspectivas individualistas y desarticuladoras, que enuncie la gravedad y veracidad de los hechos sucedidos. Que construya e implemente las herramientas necesarias para tramitar y sanar. Esto, además, terminará derrumbando mandatos implícitos de muchas formas de activismo. En las que supuestamente quienes vivimos estas violencias podemos siempre con todo o nuestras amigas más cercanas. Y todo el tiempo es necesario nuestro sacrificio constante.
Todo esto lo escribo con el objetivo principal de anhelar una militancia política y feminista mucho menos extenuante y cargada de heridas. Para encontrarnos en la felicidad de lo construido, en los cambios en nuestras comunidades, así sean pocos y sintamos que falte mucho. Ganamos muchísimo al construir las juntanzas que nos han posibilitado las denuncias, nos falta terminar de recorrer ese camino.
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Luisa es parte activa de la plataforma ECO y Latitudes. Pueden seguirla en su cuenta de Twitter. Y recuerda seguir a MANIFIESTA en Twitter e Instagram.