«Quiero ser feminista, pero también quiero ser adulta». En su nueva columna, nuestra directora Nathalia Guerrero reflexiona sobre esa tendencia a catalogar como abuso todo el dolor que nos causa una relación. ¿Qué tanto nos ha enseñado el feminismo sobre cuándo enunciarnos como víctimas de abuso y cuándo responsabilizarnos de nuestros actos en relaciones cuando nos toca?
Un sueño vívido se ha colado repetidamente en mi cabeza durante los últimos años de mi vida. En este me imagino sentada frente al computador, abriendo Twitter. Imagino que tengo clara, entre mis dedos, la combinación de palabras perfecta para armar el escrache que quiero publicar contra un hombre. Me visualizo tecleando cada caracter con rabia, con tristeza, y finalmente me veo dando click en ‘publicar’.
Ese hombre que he querido escrachar en realidad han sido varios. En mi deseo han tenido diferentes caras, y he escrito imaginariamente diferentes nombres. Mi vínculo con ellos ha sido distinto en cada caso. Pero todos tienen algo en común: me causaron muchos dolores.
A veces ese sueño se trepa en mi cabeza movilizado por una tristeza inmensa que me ha extinguido en forma de llanto. Otras veces me imagino escribiendo 280 caracteres rabiosos, carcomida por la ira y la venganza. Sin embargo, nunca he querido cumplir ese sueño. ¿Por qué?
En mi caso, hay algo que me hace ruido sobre lo que viví con estos hombres. Aparte de no sentirme lista para asumir la exposición pública que causa un escrache ni su reacción en masa, también sentía que algo de estas experiencias no me terminaba de quedar completamente claro. Una sensación que no pude poner en palabras hasta hace poco.
Luego de varios años por fin pude verbalizar esa sensación brumosa en una enseñanza invaluable: no todo el daño que viví en estas relaciones fue abuso, ni todas las situaciones dolorosas, incómodas, y a veces traumáticas que viví con estos hombres me convierten inmediatamente en víctima de violencia de género.
La edad, el dolor, las heridas a medio lamer y medio cicatrizar y, sobre todo, el feminismo que va madurando dentro de mí, fecundaron esta revelación propia. Y quiero escudriñar en ella. Porque siento, con cada vez más preocupación, que es una conversación urgente que nos debemos como mujeres feministas adultas.
Sobre todo porque los últimos días conocí escraches sobre relaciones afectivas por redes y otros medios que me causaron varias emociones. Los relatos que conocí son como tantos: ella dijo, él dijo, y a ella le creemos sin ninguna duda. Pero existen algunas denuncias donde la categoría de abuso se vuelve difusa, entre la bruma compleja que es una relación.
Así eran estos relatos que conocí. Mi primer acto fue creer en el abuso. Apoyé, difundí, pensé en cancelar. Porque claro, las relaciones de abuso abundan. Pero con este tipo de denuncias, donde la categoría ‘abuso’ como que se estira, también soy cada vez más consciente de que las relaciones son mucho más complejas que el binarismo de abuso/no abuso, o responsabilidad afectiva/irresponsable afectivamente. Luego sentí una carencia importante: estos relatos suprimieron la agencia de mujeres que pudieron haberla tenido.
Y luego me sentí avergonzada. Porque pensé que, por más polémico que se lea, sentirse víctima de abuso no es lo mismo que la existencia de este en una relación. Y sentí vergüenza de no caber en el dogma al que estamos acostumbradas. A veces el lema de ‘Amiga, yo te creo’ debería convertirse, en algunos casos, en ‘Amiga, ven y diferenciamos juntas’. Y no estoy diciendo que ahora no debamos creer en los relatos de las mujeres que tienen el valor de contar lo que han vivido, sino que tanto ellas, como las mujeres que escuchamos, debemos aprender urgente a diferenciar entre un abuso, un acto que merece denuncia pública, y el dolor profundo que genera una ruptura o un error.
¿Por qué es tan importante? Porque si no lo hacemos vamos a terminar despolitizando la categoría de abuso dentro del universo complejo que son las violencias basadas en género. Y ahí derecho la categoría de víctima de estas violencias, que es igual de compleja y muy dolorosa. Actualmente vivimos en un mundo obsesionado con la cancelación y la categorización como herramienta para entender la realidad. Eso puede generar la necesidad de denominar lo vivido como algún abuso, para sentir validado nuestro dolor.
Cuando hice un tuit sobre esta reflexión, una mujer me respondió con mucha sabiduría algo que puede sintetizar esto último: “El hecho de que no sea abuso no significa que no sea real, no duela y no pueda abordarse. Aprender a llamar las cosas por su nombre también nos quita la presión de pensar que nuestros dolores son válidos si se nombran con el extremismo con que la sociedad concibe lo violento”.
La respuesta de esa mujer me llegó justo a mi corazón remendado y rugoso, porque ahora pienso que mi yo de hace unos años sentía exactamente eso: un dolor que no podía aterrizar en palabras, imposible de ignorar. Un dolor sediento de escrache y justicia, que en realidad era sed de venganza. A toda esa masa amorfa y gris empecé a catalogarla como abuso: fui víctima de abuso psicológico. Fui víctima de abuso emocional. Fui víctima de irresponsabilidad afectiva. Fui víctima de violencia narcisista. Así podía seguir eternamente.
Y aunque en efecto sí fui víctima de abuso sexual y psicológico muy concreto en algunas relaciones, ahora sé que no puedo llamar abuso a la mayoría de mis experiencias dolorosas. Tampoco puedo decir que estas me convierten necesariamente en una víctima de violencia de género.
Recuerdo que mi yo de hace años bulló de rabia con una frase que uno de estos hombres me envió por correspondencia y que quiero poner de ejemplo. Quise recordarla, por alguna lógica masoquista que manejo en mi vida:
“Sé que juntos tomamos las decisiones que derivaron en todos estos meses y otros momentos de dolor muy fuertes, pero igual, con el corazón, te quiero pedir perdón”.
Yo le respondí que no era así. Que yo no había tomado ninguna decisión, pues no había tenido agencia. Que sus daños habían sido abusos de poder. Que yo estaba mal en ese momento. Luego de muchos años y todo el agua que pasó, no estoy de acuerdo con mi respuesta. Ahora soy consciente de que tuve agencia en la mayoría de situaciones y que sí tomamos decisiones juntes. Aunque también viví momentos muy concretos de abuso.
Pero en una retrospectiva general, solo me metí de manera consciente con un patán, con varios patanes (menos mal pocos). Y así como reconozco abusos en esas experiencias, también debo asumir mi responsabilidad sobre esa elección.
Responsabilidad. Esa es la palabra que, creo, a veces nos hace falta en nuestros relatos. Es urgente, junto con todo lo que he dicho que es urgente, que la incluyamos más. No solo desde la visión del manual de responsabilidad afectiva rudimentario en Instagram, que ahora se convirtió en nuestro nuevo manual de Carreño. Sino como una apuesta política por recuperar nuestra agencia en las relaciones que tenemos. Sí, hay relaciones con asimetrías de poder que definitivamente nos la quitan. Pero hay otras donde definitivamente tenemos capacidad de decidir. ¿Acaso nos da miedo reconocer esto?
Responsabilizarnos también es apostar por la adultez de las mujeres. Y yo quiero ser feminista, pero también quiero ser adulta. No quiero ser parte de un feminismo que nos permita evadir la responsabilidad de nuestras malas decisiones, ni que alentemos a otras a meterse dentro del paquete de víctima cuando hay tantas que han sufrido la violencia de género que necesitan apoyo, atención y justicia.
Quiero poder decirle a una mujer que quizá su experiencia no es necesariamente abuso, pero que lo que siente es igual de válido. O decirle que su expareja no es necesariamente un irresponsable afectivo, sino que solo se metió con un patán, y ya. Yo tuve que aprender eso sola, no hubo terapeuta que me hiciera entender. Solo el tiempo me ayudó a reconocer que sí, he sido víctima de abusos, pero también me metí con tipos que no deberían ir por la vida siendo patanes, y soy responsable de eso también.
Mi reflexión en Twitter estalló en likes y shares. Se hizo viral. Y yo me llené de fé, porque sentí que muchas mujeres que no conozco estaban teniendo las mismas sospechas que yo. Otras estaban llegando a conclusiones que no son el postulado que nos muestra una misma dirección desde hace años. Me sentí un poco menos avergonzada de lo que había pensado en días pasados.
Con el tiempo, confío, podremos reflexionar más allá de la cultura del escrache y la cancelación. Podremos mirarnos en un espejo, mirarnos a los ojos unas a otras y decirnos: no todo es funable, no todo es escrachable, no todo es violencia o cabe para hacer una denuncia de violencia de género, no todo nos convierte en víctima. Y no nos va a sonar horrible.