La virtualidad cambió las nociones sobre lo que es posible o lo que no. Es posible modificar la manera en la que mostramos nuestra vida. Es posible cambiar lo que queremos de nuestra cara en un segundo. ¿Pero es posible habitar ese espacio virtual de una manera saludable y diversa? En esta columna, Luisa Uribe nos cuenta sus reflexiones al respecto.
Habito la virtualidad tanto o más que la vida real. Pasan cuatro, cinco, seis y hasta siete horas al día en las que mi presencia existe más en ese mundo de datos infinitos que en la materialidad de mi casa o las calles en las que ya casi no camino. Me despierto con la sensación de que el mundo se está incendiando y, sin embargo, uno de los primeros rituales de todos los días, incluso el único cuando la energía no me da para más, es mirar el celular. Abrir los ojos y entrar a Instagram: gatos, plantas, noticias, caras, cuerpos, muchos cuerpos, sonrisas.
Sobre todo cuerpos. Cierto tipo de cuerpos.
Los mismos que veía en revistas y televisión cuando tenía 11 años y que luego, en canales de música donde rara vez pasaban música, se convirtieron en mis puntos de referencia: las modelos de Victoria ‘s Secret, Britney Spears, Cristina Aguilera, Shakira e incluso las concursantes que veía participando en reinados nacionales. Todos cuerpos flacos y blancos, blanco-mestizos o blanqueados. Cuerpos que no ocupaban mucho espacio en las pantallas, alargados, proporcionados (¿según quién?) pero lo suficientemente curvilíneos, trabajados, 90-60-90, admirables para la sociedad, vehículos del deseo, objetos de consumo masculino, los denominaría yo.
Todos estos adjetivos describen unas formas corporales que nombraré disciplinadas en el sentido de que son leídas como el deber ser y “lo normal” en un sistema que prioriza unos cuerpos antes que otros, y que determina cuáles importan, aquellos que caben dentro de la categoría de bello y a la moda, que generalmente son categorías que coinciden con los cuerpos que son considerados “sanos”. Y cuando creemos que ya entendemos esto, como yo, y sabemos que está mal, llega algo (una tendencia de moda, una noticia relacionada con el cuerpo de una mujer, una tendencia en redes) que nos vuelve a recordar todo lo que nos queda por hacer. Un ejemplo perfecto son los filtros faciales de Instagram, que sobre todo en la soledad de esta cuarentena han agudizado ese disciplinamiento virtual/material que hoy nos constituye, mientras buscamos ver nuestro reflejo con la nariz respingada, los cachetes succionados, la piel blanqueada y los labios hinchados.
En mi caso, y seguramente en el de muchas, la interiorización de todo esto no ha sido consciente, a todas las mujeres que nombré antes las veía como inalcanzables y talentosas pero nunca quise “ser” alguna de ellas. Sin embargo, algo que sí pasó es que el consumo de sus imágenes en fotos y pantallas normalizó en mi cabeza ideas de lo que considero deseable y ciertas formas de leer los cuerpos femeninos y de habitar mi propio cuerpo. Esos cuerpos que describo y critico más arriba, componen el modelo de cuerpo ‘normal’ o ‘ideal’ que tengo en mi cabeza.
Año tras año ese ejercicio inconsciente empezó a determinar mis días. O me la pasaba pensando en cómo sería mi vida si tuviera el cuerpo “ideal” o me llenaba de comida y odio hacia mí misma por no tenerlo aún. Empecé a desarrollar una relación problemática e incomprensible con mi imagen corporal. Una relación que no he podido sanar aún y que persiste a pesar de la formación académica, el amor de una familia cercana, los feminismos, las amigas y la terapia. Una relación que en los consultorios tiene el nombre de trastorno alimenticio.
Las redes sociales transformaron, ¿y tal vez ahondaron?, esta relación. Empezó a tener unos matices que apenas empiezo a poder describir. Tal vez todo se deba a esa inmediatez con la que empecé esta columna, a la facilidad de pasar horas viendo referentes de esos cuerpos-anhelo de mi adolescencia. A que las piernas largas y los culos tonificados (lo suficientemente anchos para “estar ricos” pero no para ser leídos como gordos) están ahí todo el tiempo y que puedo acceder más fácilmente a la cuenta de Instagram de @Perazna que a mis propias reflexiones sobre el disciplinamiento de los cuerpos.
Compararme con personajes de cuentas de modelaje y fotografía que siempre lucen provocadoras pero de manera casual, deseables pero sin esforzarse, bronceadas pero, ojo, nunca negras, ha sido inevitable. Al verlas es evidente que hay edición, poses y preparación. Obviamente no se despertaron así, obviamente hay filtros que inciden en lo que estoy viendo, que me ocultan la verdad sobre mujeres que probablemente se ven más como yo. Pero sigue siendo inevitable, me comparo y espero que al pasar la mirada por el espejo al lado de mi cama haya algún juego de luz que me permita encarnar tanto deseo, sensualidad y “perfección”.
Los filtros de Instagram han sabido saciar maravillosamente esa ansia. Puedo jugar un rato a tener los cachetes menos redondos, los ojos más grandes, la boca más carnosa. Hay unos, que por sus colores, incluso hacen que mi incipiente barriga de cuarentena se transforme, no exista, o que las curvas que no tengo (o que no veo que tengo) se acentúen. Esconden la celulitis que le heredé a mi mamá y que todas las mujeres de mi familia tienen.
Al ver mi cara más larga, más blanca y más simétrica en esas selfies que me tomo por diversión (¿y búsqueda de aprobación?) me devuelvo unos pasos atrás en mi lucha contra los cuerpos disciplinados. Me detengo de nuevo en el problema. No digo que el patriarcado esté encarnado en Instagram, pero tampoco podemos ignorar el impacto tan fuerte que todo esto está teniendo en la relación con nuestras imágenes corporales y las de generaciones aún más jóvenes.
No es casual que exista la “dismorfia de Snapchat” un fenómeno que los medios han catalogado así porque los pacientes llegan a practicarse cirugías estéticas para parecerse a sus selfies con filtros de esta red social. Para 2017, en Estados Unidos, el 55% de los cirujanos plásticos faciales afirmó que las personas llegaban a los consultorios con requerimientos e imágenes de Snapchat para asemejarse más a lo que mostraban los filtros ¿Podríamos hablar ahora de la ‘dismorfia de Instagram’?
En 2018 cuatro profesoras de psicología en Holanda realizaron un experimento con 144 niñas adolescentes entre los 14 y los 18 años, a quienes contactaron virtualmente para analizar sus preferencias frente a fotos editadas en Instagram y otras sin editar. Los resultados de este estudio, si bien no pueden ser leídos como absolutos, muestran que la exposición prolongada a fotos manipuladas en esta aplicación puede contribuir a reducir la satisfacción con el propio cuerpo y mucho más en contextos en los que la comparación entre pares y referentes es constante: los colegios, los grupos de adolescentes en la virtualidad, etc.
Por esto, es necesario que pensemos en el por qué de esos filtros, en cómo nos están haciendo relacionarnos con nuestros cuerpos y los de las demás y en cómo las características de estos filtros siguen dándole continuidad a unos regímenes en los que es siempre más visible lo delgado, lo blanco, e incluso lo heterosexual.
Necesitamos reflexionar sobre esa inmediatez y esa facilidad para consumir ciertas imágenes y ciertos cuerpos, la rapidez con la que podemos transformar nuestras caras virtualmente y empezar a desconocer nuestro propio reflejo. No es casual que al hacer una búsqueda de los filtros más populares para selfies en Instagram los primeros diez sean con retoques que esconden manchas, iluminan, agrandan y aclaran el color de los ojos o reducen medidas de nuestra cara.
La experiencia en redes sociales, determinada por una serie de ideales de vida y belleza excluyentes nos toca a todas las que habitamos estos espacios teniendo una cuenta y consumiendo imágenes diariamente. Es preciso reconocer cuándo y cómo estos espacios dejan de ser inocentes y empiezan a ejercer violencias contra nuestras imágenes corporales, contra las historias que nos contamos sobre nosotras mismas.
¿Y entonces? ¿Qué hacer? En medio de lo absoluto que puede parecer el problema, y de lo determinantes que han sido las redes para construir nuestra corporalidad en los últimos años, es indispensable construir formas alternativas de habitar la virtualidad, de habitarnos a nosotras mismas dentro y fuera de ella.
Empezar esta transformación, para mí, implica dejar de seguir cuentas de modelos y fotógrafo(a)s que reproducen solo imágenes de cierto tipo de cuerpos y que convierten la ficción de unos cuantos filtros y juegos de luz en aquello que todas “deberíamos ser”. Animémonos a seguir y conocer otras cuentas, con cuerpos no binarios, gordos, disidentes o racializados. Reflexionemos más sobre cómo la narrativa dominante de Instagram es un problema. No por consumir imágenes compulsivamente desde una perspectiva pretendidamente diversa, tampoco por “corrección política”, sino por empezar a romper con el régimen que visibiliza y restringe nuestras ideas de belleza y deseo.
Aquí dejo algunas cuentas que he descubierto en los últimos meses y han sido una escuela para sentirme menos sola y perseguida por un ideal de belleza tan radicalmente excluyente. Varias han sido pacientes por desórdenes alimenticios, tienen orígenes diversos (gringas, latinas) y una posición política con respecto a ese habitar sus cuerpos y la virtualidad: @onbeinginyourbody, @blackandembodied, @thebonitachola, @jennifer_rollin, @morganharpernichols, @banditapositivita, @thefatsextherapist, @shesallfatpod, @_nelly_london y @danaemercer.
Ojalá también intentar el ejercicio diario de conectarnos con nuestros cuerpos en lo cotidiano, en los reflejos de las ventanas por la mañana, en los espejos que a veces evitamos mirar porque no hay un filtro que nos separe. Re-conocernos, admirarnos y empezar a despojarnos de la culpa del disciplinamiento. Convertir en rituales diarios esos momentos de empatía hacia nosotras mismas para reemplazar ese ejercicio automático de abrir los ojos e instantáneamente llenarnos de imágenes ajenas y agobiantes. En vez de eso, ojalá contemos nuestras historias y construyamos nuestras propias imágenes desde un amor propio, radical, colectivo, el amor de sabernos acompañadas y reconocernos en nuestra diversidad.
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