La inclusión laboral no existe para una mujer autista

Mientras el año termina y algunes añoran esta época para reunirse en familia y descansar, otres van preparando sus propósitos de año, sobre todo si la tuvieron difícil en el ámbito laboral, como Lilo Peñuela. En su nueva columna esta reflexiona sobre su diagnóstico tardío de autismo, y el rebusque y la inestabilidad laboral de los últimos años. 

Quería comenzar esta columna de una forma diferente pero hace unos días recibí una noticia: el último contrato que supuestamente tenía confirmado para este diciembre ya no va a ser. Si hago un balance luego de este hecho, siento que estoy estancada. El tema laboral nunca ha sido algo fácil para mí. Fue por esta misma razón que empecé a buscar mi diagnóstico de autismo en 2021, cuando tenía 30. Antes de este pensaba que todo lo que me salía mal en el trabajo era por ser una mala persona. Hoy sé que la forma en la que percibo el mundo, tan diferente de la norma social, es la causa de que una persona como yo no encaje del todo en el entorno laboral. Un espacio que, por mi propia experiencia, aún sigue sin pensar en las personas neurodivergentes.

Este año inició bien, con la promesa de un mejor porvenir. Pensaba que en 2023 podría recuperar mi independencia, iba a poder salir de deudas e irme de la casa familiar. Luego de algunos trabajos más estables, desde julio de 2021, he estado saltando de contrato en contrato entre trabajos freelances. Al tiempo, intentaba recuperar mi salud mental tras enterarme de que era autista luego de 30 años. Sin embargo, hoy cierro este año esperando que 2024 sí sea el año.

Quienes me leen pueden identificarse así no sean autistas. Quizá tienen condiciones del neurodesarrollo como el TDAH (Trastorno por déficit de atención con hiperactividad) o psicológicas como TLP (trastorno límite de la personalidad), ansiedad o depresión. En una época en que los discursos sobre la salud mental, la inclusión y la diversidad se sienten tan vacíos, debemos hablar de cómo el mundo laboral sigue dejando por fuera a quienes no cabemos en la norma del cerebro típico, y cómo esto nos afecta de múltiples maneras. Esta es mi experiencia. 

Trabajar sin conocer mi diagnóstico

Mi vida laboral inició a los 22 años en un colegio. Aún no me había graduado de antropología en la universidad.  Obtener ingresos cuando uno estudió algo relacionado con las ciencias sociales o humanidades en Colombia es difícil. Entré a enseñar Historia en décimo y once, a adolescentes de 15 a 19 años. Me pagaban no solo por enseñar, sino por aprender y replicar ese conocimiento. Sonaba genial, pero no fue lo esperado. Viví episodios desagradables que tuvieron que ver con mi inexperiencia y asuntos internos que me hicieron pensar que lo mejor era renunciar. 

En mi siguiente trabajo, también de docencia en un colegio, duré apenas el periodo de prueba. Fueron dos meses agridulces: fui feliz con mis estudiantes, pero me abrumó tanta tarea y proceso. Cuando me citaron a notificarme sobre el final de mi contrato, recibí una de las grandes humillaciones de mi vida. Mis superioras se refirieron a mi forma de vestir y me dijeron: “tú no sirves para ser profesora de colegio, eres más como de universidad”. Salí de esa oficina queriendo llorar, cogí mis cosas y no me despedí de mis estudiantes que luego se enteraron de mi partida. Mi primera tusa laboral la pasé en Cartagena con mi novio, como Betty, la fea. Y ninguna de las dos aprendimos a no volver a lugares donde no somos apreciadas. 

Luego tuve una tercera experiencia que me derrotó y nuevamente perdí el trabajo. Probando mi suerte me presenté a la maestría en Historia con los últimos 200.000 pesos que tenía en mi cuenta. ¡Pasé! Empecé gracias a un préstamo de mi hermana y luego me gané una beca del 100% en la cual debía enseñar un curso en pregrado. Hasta el día de hoy, ese ha sido mi mejor trabajo: me reunía con mi jefe cada 15 días, tenía más libertad y nadie notaba lo rara que era, pues, en un mundo como el académico es más fácil pasar desapercibida. Pero llegó la pandemia al final de la maestría y ese trabajo. Después de graduarme, conseguir trabajo no fue fácil porque los sectores cultural y educativo no tenían presupuesto ni vacantes. Tuve que volver a los colegios… 

En 2021 trabajé en el último colegio. Allí me di cuenta que definitivamente no soy igual a los demás. Trabajar sin saber que soy autista me agotó, al intentar cumplir las demandas de un sistema que no está hecho para mí. Me frustró cumplir con mis deberes e igual no ser lo suficientemente buena para que me renovaran el contrato. En mi última evaluación de desempeño tuve una aprobación del 93,20% y me hicieron entender que iba a seguir, pero no fue así y no me explicaron por qué. Parece que no cumplí con las expectativas de la norma, otra vez.

Trabajar “tranquila” pero en la precariedad

Luego de esa experiencia esperaba nunca más tener que volver a trabajar en un colegio. A los pocos días, empecé mi primer freelance, uno que me haría seguir el camino en el que he estado en los últimos dos años y que ha inspirado otro proyecto en el cual estoy trabajando en este momento. Además, me motivó a conseguir el diagnóstico. 

En estos dos años he hecho de todo. Soy escritora y columnista, algo que disfruto porque analizo temas que me interesan y a veces ayudo a otros compartiendo mis experiencias. También asesoro a estudiantes de maestría y doctorado sobre el planteamiento y desarrollo de su tesis. Hago trabajo de archivo para profesores e historiadores, y realizo transcripciones de paleografía. Sobre todo, colaboro en proyectos relacionados con historia.

¡Sí, hago bastante! ¿Lo malo? Son trabajos en los que no paso mucho tiempo con mis colegas para que no se den cuenta de lo diferente que soy. Los pagos son poco dinero y no son estables, por lo tanto, vivo endeudada y cada vez que me entra dinero es para pagar todo lo anterior. No tengo chance de ahorrar. Vivo a mi propio ritmo y sin obligarme a enmascarar mis rasgos autistas, pero ¿a qué precio? Mi vida es insostenible, las condiciones para una persona autista y científica social son precarias.

Los procesos de selección no están diseñados para la gente neurodivergente

Poca gente sabe que la humanidad es neurodiversa, solo que algunos son neurotípicos y otros somos neurodivergentes. La neurodivergencia tampoco es un diagnóstico médico o clínico: es una forma de enunciarnos sin ser patologizados. Y el paradigma de la neurodiversidad como movimiento de justicia social busca que las personas neurodivergentes protagonicemos la lucha anticapacitista, algo que poco ha avanzado cuando se trata del mundo laboral.

Para las personas que cabemos dentro de la neurodivergencia, hay unos rasgos comunes que hacen que una entrevista de trabajo y las pruebas psicométricas no salgan tan bien como se espera. He concluido esto desde que obtuve mi diagnóstico y me he presentado a otros procesos. 

Por ejemplo, este año me entrevistaron en dos lugares soñados. Por más que me preparé leyendo todo sobre la empresa o institución, haciendo casi que un guión en mi cabeza de lo que iba a decir, e incluso ensayando con mi psicóloga, no pasé a ninguna y quedé devastada, de nuevo. 

Leyendo tips para entrevistas laborales me di cuenta que hay muchas cosas en las que fallo. Por ejemplo, hacer contacto directo a los ojos, algo que aunque se recomienda, es muy difícil para mí porque soy autista. También porque, para concentrarme, a veces miro hacia arriba mientras mi cerebro conecta con mi boca. Además, hago stimming, movimientos o sonidos repetitivos autoestimulantes que hacemos algunas personas autistas, lo que hace parecer que estoy ansiosa o nerviosa. En mi caso, muevo mucho las manos o me balanceo “disimuladamente”. 

Otro tip es ser honesto para responder preguntas difíciles, pero no tanto. Y yo no tengo filtro, es uno de mis rasgos autistas. Si me hacen una pregunta para ‘probarme’, es probable que caiga, porque voy a responder tranquila y honestamente lo que me preguntaron.

¿Y qué decir de las pruebas psicotécnicas? Estas pruebas miden conductas, capacidades y habilidades de un aspirante. A veces se incluyen algunas preguntas sobre lo que uno prefiere, tipo “¿Prefiere ir a un museo o una fiesta?”. Preguntas que, me imagino yo, miden la sociabilidad o el deseo de socializar, algo que yo a veces no quiero porque me canso mucho.

Cuando se habla de inclusión y diversidad, no solo se debería mencionar que las personas diferentes existimos. También deberíamos ir más allá y revisar qué está mal en la exclusión que nos impone la cultura laboral desde los procesos de selección –que desde el principio nos descartan y nos leen como no aptas–. Es necesario que en los espacios de trabajo se contraten personas como yo y que se hagan los ajustes necesarios para que podamos gozar de una vida digna y con bienestar. También es responsabilidad del Estado invertir para que los profesionales de la salud y la sociedad en general, incluidos los espacios laborales, se eduquen sobre el autismo y otros diagnósticos. Así, pienso yo, la cultura laboral cambiaría de verdad y tantas personas como yo no duraríamos años bajo el radar luchando en silencio contra la precariedad.

Mientras tanto seguiré aferrada a la idea de que en el 2024 sí voy a encontrar un trabajo en el que valoren mi conocimiento y habilidades, y al mismo tiempo respeten mis necesidades de apoyo para así poder alcanzar una vida digna, con bienestar y estabilidad.

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