“Ellos no tienen a nadie, ni yo tampoco. Estamos solos todos”.
Rá, de 19 años, se refiere a Culebro, Sere, Winny y Nano, sus amigos –hermanos menores– con los que sale de Medellín en busca de su propia tierra prometida en la zona del Bajo Cauca Antioqueño. El resumen sencillo detrás de Los Reyes del Mundo, la galardonada película de Laura Mora, es ese: cinco chicos de la calle que viajan a reclamar una tierra despojada a la abuela de Rá, a través del programa de restitución de tierras, para fundar su propio reino.
Pero al sumergirnos en la película, lo que la directora hace ver como un viaje en línea recta entre Medellín y el municipio de Nechí, en verdad es un camino zigzagueante hacia el interior de la mente y los corazones a punto de estallar de estos niños, que están aprendiendo a ser hombres desde la calle, la marginalidad, las violencias y el olvido.
Así, Los Reyes del Mundo termina siendo un viaje épico donde lo onírico, lo blando y lo afectivo, se imponen como resistencia ante la escasez y la miseria de la violencia entre los hombres. “La violencia es un patrimonio de la masculinidad en Colombia”, nos dijo en entrevista la directora. También nos contó que luego de esta película podría hacer un ensayo sobre la masculinidad, un tema de su interés que está presente en todo el guion y que plantea una pregunta: ¿Qué es lo que se espera de un niño, de un hombre, en un contexto violento en Colombia?
Laura Mora nos ofrece una respuesta diferente a la que nos ha enseñado este país. Una con visión de redención. En el mundo de estos reyes, volverse hombre sigue siendo una pregunta que se relaciona con lo fantástico y lo poético: desde el nihilismo digno que a veces es estrellarse solo contra el mundo, hasta la ternura radical pura que los mantiene unidos, y que por momentos se resiste a seguir ese destino inevitable de ser hombres formados a partir de la violencia de las calles. Durante momentos muy breves, a través del afecto entre ellos, de la inocencia de sus pensamientos y de la persecución de su utopía, estos jóvenes ejercen su derecho a mantenerse blandos, a no endurecer, lo cual sería sucumbir ante la masculinidad de la crueldad que ha formado a tantos hombres colombianos.
El roce entre dos manos ajenas en medio del descanso de una caminata extenuante, un abrazo corporal compuesto por muchos brazos y torsos cosidos, el mandato del cuidado mutuo, del todo para todos constante en el contexto de la total escasez, se vuelve un acto de resistencia poética en esta película, hecha escena por escena con una sensibilidad muy consciente de ello.
El aspecto onírico no solo está en lo estético, sino que busca su lugar a la fuerza a través de los símbolos. Estos, que habitan un mundo al revés de la violencia de su historia, le hacen homenaje a una población que cobró relevancia en el Paro Nacional: los ‘ni/nis’. Jóvenes que ni trabajan, ni estudian, con escasas oportunidades para salir del círculo de pobreza y muchas veces destinados a una formación social machista que se ancla en la violencia para reproducirse. Durante esas semanas del Paro, miles como ellos se alzaron contra la condena social violenta del olvido y del borrado que les sigue imponiendo esta sociedad.
La alusión más directa a este estallido sucede después de que Rá, Sere y Winny se emborrachan en la discoteca de un pueblo, luego de fracasar en la oficina de restitución de tierras. Su momento de éxtasis llega cuando empiezan a cantar ‘Tren al sur’, de Los Prisioneros, a todo pulmón. Ese arrebato se vuelve una afrenta directa a las normas del pueblo. Por esto, unos hombres del lugar, que los miran con repugnancia dentro del bar, los tiran a la calle y los muelen a patadas. Sere dice que los seres humanos son una porquería, mientras los tres esperan sentados al borde de una carretera. Pero en esa frase se condensa algo más allá de la pérdida de la fe: la conciencia de lo injusto.
Acto seguido, agarran palos, varillas y chatarra que encuentran en una gasolinera y arrastran todo a la mitad de la carretera. Una barricada empieza a formarse, como una guarida hecha de metal y madera contra el peso de la hostilidad del mundo.
A ese refugio le prenden fuego. Con ese incendio, la película detona de inmediato un recuerdo colectivo que nos quedó tras el #28A de 2021: las barricadas de las primeras líneas que se fueron asentando en varias ciudades de Colombia, apropiándose de un territorio donde los muchachos conversaban, comían y hasta dormían. Durante meses, la vida transcurrió ahí para muchos ni/nis que, como estos personajes, no tenían nada. Un plano muy breve muestra a un joven con medio rostro cubierto y la mirada fija. Luego el contraplano muestra a Sere, como un reflejo, quien en medio de esa conciencia recién adquirida se empieza a bañar en gasolina.
Para Laura Mora, la película dialoga todo el tiempo con el estallido social. A pesar de que fue escrita en 2016, pensando en “Un mundo reclamado por aquellos que el sistema había dejado por fuera”, una parte del rodaje tuvo que hacerse en medio del Paro. Además, los personajes (actores naturales), sus vidas, algunas escenas, su estética subversiva y la historia que propone, se cruzan con los meses de movilización social, rebeldía, represión y muerte que vivimos el año pasado.
La presencia de las mujeres también toma forma de símbolo en una película que crea un mundo de hombres contra hombres. En este, las mujeres son oasis y lo vemos desde el principio. Es la abuela quien le hereda las tierras a Rá; es una mujer trans, amiga y administradora de una pensión en Medellín, quien le entrega la carta de restitución y comparte la felicidad de la noticia con ellos.
A mitad del viaje, las mujeres vuelven a ser refugio. Los cinco llegan a una casa que de día de familia y de noche un prostíbulo veredal atendido por mujeres mayores. Laura se refiere a este espacio como ‘una matria’. “¿Y si nos quedamos a vivir aquí?” se pregunta Winny, mientras las mujeres les sirven desayuno luego de hospedarlos y consentirlos. Al seguir su camino, el sosiego de ese cuidado, ese instante de bienestar, se rompe para nunca regresar. Ni siquiera se siente cercano cuando llegan a su tierra prometida, a enfrentarse con otras realidades propias de nuestro país y su guerra.
El caballo blanco que solo puede ver Rá es otro símbolo que aparece desde el inicio. “Yo quería que existiera un animal que fuera la extensión del corazón de ese personaje”, explica la directora en otra entrevista. Agrega que el caballo blanco es una figura que cuida la casa cuando quienes la habitaban son despojados en la poesía del autor palestino Mahmud Darwish, uno de sus referentes. “Me parecía hermoso que el caballo fuera una guía”.
No podemos evitar pensar que este animal también está en lugar de la abuela y la madre de Rá. Cuando deja de ser una visión y se vuelve una presencia que los muchachos acarician a su llegada al lote –al reino– parece el reencuentro entre quienes, más que ser dueños de esa tierra, siempre van a retornar a ella como un destino.
Hay un símbolo más. Aparece en la secuencia de la casa-prostíbulo: la foto del carné del hijo de una de las mujeres, vestido con uniforme militar. Y en esa foto, su ausencia. Lo que más aplaudimos de Los Reyes del Mundo es que muestra desde adentro el universo de hombres nuevos que buscan paraísos donde compartir la vida, a pesar de todo. Y que serían capaces de encontrarlos, en la seguridad de su manada, si es que la guerra no los arrasa primero.
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