Machismo armado

La Comisión de la verdad hizo entrega oficial de su Informe Final este martes 28 de Junio. Con él, abrió en la historia de la sociedad colombiana una especie de vórtex que separará a un país sumido en la crueldad y la violencia, de un país capaz de asumir responsabilidad en sus desgarramientos, de sanarlos y evitar que se repitan.

De eso va, en gran parte, el Informe Final. De lo sufrido por quienes tuvieron que superar un secuestro o la pérdida de un familiar dado por desaparecido. Sobre aquellos que fueron despojados de sus tierras mediante masacres o amenazas. También de quienes fueron reclutados a la fuerza siendo niños… en fin. Sobre todo se trata de dar voz a parte de las nueve millones de víctimas que deja un conflicto de más de 50 años. 

También se le da un lugar a la voz de quienes decidieron acercarse a la Comisión para asumir su responsabilidad en muchos de los hechos ocurridos, algunas veces en eventos públicos que parecían improbables de presenciar para el país: los responsables sentados junto a sus víctimas reconocieron lo que hicieron y pidieron perdón. Las víctimas expresaron su dolor y su voluntad de abrirse a ese perdón. 

Entre todas estas voces existen las de las mujeres y personas LGBTIQ+, un grupo de víctimas cuya relevancia es particular, sobre todo porque ha sido ignorada. No sólo a lo largo de este conflicto, sino también en los conflictos alrededor del mundo. De hecho, nuestra comisión es la primera que publica en su informe un volumen destinado a registrar estas experiencias. 

¿Por qué hacerlo y por qué significa un gran paso? 

Sé que para la mayoría de personas que me están leyendo la respuesta es obvia. Pero lo más probable es que para gran parte de la población que lea el informe, esto no esté tan claro. Y es muy importante que llegue a estarlo. 

Quisiera creer que todas, todos y todes tenemos claro que la manera en que los colombianos se relacionan con las colombianas y personas con diversas orientaciones sexuales e identidades de género, ha permanecido históricamente alterada por la creencia de que el género masculino es superior a cualquier otro. Al predominio de esa creencia le llamamos patriarcado. También quisiera creer que tenemos perfectamente claro que esta distorsión influye dramáticamente en las dinámicas de desigualdad social que afronta nuestro país. 

Sé que mi deseo está lejos de ser una realidad. Pero quiero aprovechar que esta es una columna publicada en MANIFIESTA para ahorrarme un camino tortuoso de explicaciones y pasar  directamente a plantear tres preguntas fundamentales que nos deja la entrega parcial del Informe Final: ¿Qué puede pasar si a un hombre que se cree superior a una mujer se le entrega un arma? ¿Qué puede suceder cuando ese hombre está acompañado por una decena o una centena de hombres que se sienten superiores a cualquier mujer y que también están armados? ¿Qué pasa si esos mismos hombres conviven con mujeres indígenas, afro, campesinas, o con personas de la comunidad LGBTIQ+? Parte de los horrores que cuenta el Informe Final responden a estas preguntas.

Lo que puede suceder, y de hecho sucedió, es que varios miles de mujeres y personas de la comunidad LGBTI resultaron siendo víctimas del conflicto armado colombiano, pese a ser civiles que no pertenecían a ningún bando. El Registro Único de Víctimas (RUV) registra al menos 32.446 víctimas de actos en contra de la libertad y la integridad sexual en Colombia. De estas el 92 % son mujeres y niñas en áreas rurales.

Lo que sucedió es que las violencias que les fueron impuestas poco tuvieron que ver con el combate, y más bien mucho con el castigo, la intimidación y el ejercicio de control y dominación. Las violencias sexuales y reproductivas vividas por la mayoría de esta población hicieron parte de una estrategia de guerra diferenciada contra sus cuerpos, sus identidades. También como una práctica cotidiana que se desprende de esa creencia de superioridad que tanto nos ha afectado como sociedad.  

Lo que sucedió, es que los hombres armados pertenecientes a todos los grupos armados, legales e ilegales, encarnaron la expresión más degradada del patriarcado. Por más de medio siglo, estos hombres dieron las más escalofriantes evidencias de cuán peligroso resulta el machismo armado. 

Los hallazgos publicados por la Comisión en el Informe son tan estremecedores como útiles para reconocer en qué tipo de sociedad vivimos. También para notar de manera conjunta la urgencia de combatir el machismo, si queremos evitar una recaída en el conflicto armado. 

Con respecto a la comunidad LGBTI, la Comisión pudo identificar que tanto guerrillas como paramilitares y fuerza pública ejercieron múltiples violencias contra elles. Particularmente “violencias correctivas”. Quien transgrediera los roles estereotípicos de género impuestos de manera prejuiciosa por la sociedad y la cultura, constituía una “amenaza para la moral social”. Por esto, era castigado de manera ’ejemplarizante’, mediante humillaciones que resultaban útiles para ejercer control social y territorial. 

La Comisión también estableció que todos los grupos armados utilizaron el cuerpo de las mujeres como un lugar de disputa. Ya fuera para humillar a sus parejas, a su familia, o humillarlas a ellas. Por esta misma línea, la agresión contra las mujeres sirvió para demostrar poderío sobre sus adversarios. También sobre sus compañeros y los pueblos que se oponían a los procesos de ocupación en sus territorios.

Y si bien todos los grupos armados ilegales y de la fuerza pública ejercieron estas violencias, la Comisión encontró características diferenciadoras. 

En el caso de los paramilitares, estas violencias contenían una profunda carga de crueldad y sevicia que se convirtieron en un mecanismo efectivo de terror. Este se usó para desplazar, despojar y controlar los territorios y comunidades en distintas partes del país. El informe afirma que los bloques que actuaban en el Caribe, Meta, Guaviare y Putumayo usaron la violencia sexual como estrategia de guerra. 

Entre las guerrillas, particularmente las FARC-EP, las violencias sexuales fueron una práctica que funcionó, en muchos casos, para compensar a los combatientes por fuera de la lucha ideológica y de los estatutos internos. La Comisión constató que estas violencias se dieron cuando no había un control efectivo de sus hombres, sobre todo de las milicias. Y si bien ejercieron violencia sexual contra mujeres civiles, la mayoría se ejerció al interior de las filas.

Estos son apenas algunos de los hallazgos consignados en el documento de casi 900 páginas que –pese a una extensión que suena intimidante en momentos en que consumimos ante todo videos de 30 segundos- no solo es fácilmente navegable, sino que constituye una herramienta invaluable para visibilizar las consecuencias devastadoras que trae la desigualdad en un escenario de conflicto armado. Sobre todo, es una herramienta clave para entender por qué erradicar el patriarcado es uno de los primeros pasos para la construcción de una sociedad en paz. 

No se trata solo de salvar la vida de mujeres y miembros de la comunidad LGBTI, lo cual no es poca cosa. Se trata de restituir el tejido social de un país que, de tanto repetir sus tragedias, vive en constante riesgo de creer que no existe otra forma de vida, que su destino es habitar ciclos eternos de atrocidad y desgarramiento perpetrados por un patriarcado envalentonado por el poder de las armas.

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