Mi voto, mi decisión

Pocos logros tienen tal reconocimiento como la conquista del voto femenino. Si alguien quiere resaltar el valor del feminismo, basta con decir “sufragistas” y el punto queda claro. Sin embargo, cuando se trata de la participación política electoral que en teoría deberíamos haber conquistado votando, el asunto se torna difuso. 

Las colombianas obtuvimos el derecho al voto en 1954 y lo ejercimos por primera vez en 1957, participando del primer plebiscito que se realizó en el país. Su fin era establecer si el pueblo apoyaba o no la creación del Frente Nacional. Un acuerdo en el cual los partidos tradicionales se alternarían la presidencia por 16 años, garantizando el fin de la violencia bipartidista, sí, pero también que gobernarían sin opositores. Muy convenientemente, la conquista del voto femenino sumó a la consulta un capital de votantes felices de votar por primera vez. Fue así como ese año, 1.835.255 mujeres (41,7% del total de votantes) contribuyeron al triunfo del “sí”. 

¿Las sufragistas soñaban con darle vida al Frente Nacional? Seguramente no. Pero ésa fue la coyuntura que les permitió conquistar un objetivo por el que venían trabajando desde los años 40. Fue una conquista agridulce, pues al darle el poder a dos partidos prácticamente indiferentes a las necesidades de las mujeres, las batallas que libraron las feministas entre 1957 y 1973 resultaron tan agotadoras que muchas cambiaron la militancia por el trabajo asociativo. Así, la participación política volvió a estar lejos de ser una realidad. El surgimiento de espacios como la Agencia Coordinadora de Voluntariado ACOVOL, o la Corporación Colombiana del Trabajo Voluntario CCTV, fueron buenos ejemplos de este proceso. 

Solo cuando el feminismo de mediados de la década de los setenta sacudió al mundo, y un nuevo aire llegó al país, las aspiraciones políticas de las mujeres colombianas revivieron. Y lo hicieron de dos maneras: como feministas militantes dentro de los partidos tradicionales o como “feministas autónomas”.  Así, desde 1975 aparecieron grupos en Medellín, Cali y Bogotá, como ‘Las Mujeres’ y el ‘Grupo Amplio por la Liberación de la Mujer’.

Juntas (aunque no revueltas) consiguieron entre otras cosas la ratificación de la Convención de la ONU contra todas las formas de discriminación en 1981. También el desarrollo de programas de generación de ingresos para mujeres rurales y urbanas, así como la participación activa de 18 organizaciones de mujeres en la Constituyente de 1991. 

Pese a todo esto, y a logros más actuales como tener una mujer en la vicepresidencia y otra en la alcaldía, o la aprobación del Senado en 2020 del artículo 81 de la reforma al Código Electoral, que exige a los partidos la conformación de listas paritarias, no podríamos asegurar que la activa participación de las mujeres en la política electoral sea un hecho. 

¿Por qué? Por un lado, porque de las 1793  candidaturas que se presentaron a Cámara y las 945 que se presentaron al Senado en 2018, solo 944 eran mujeres. De estas, solo 56 llegaron al cargo y 40 lo hicieron de la mano de los partidos tradicionales. Por el otro, porque según las últimas cifras recopiladas por la Misión de Observación Electoral, MOE, “Aunque las mujeres son mayoría en el censo electoral, los hombres ejercen en un 2,4% más su derecho al sufragio en el país”. Esto quiere decir, que aunque somos más votamos menos. Y según diversos indicadores socio económicos que expongo a continuación, somos parte de un grupo de votantes que prefieren apoyar a los partidos tradicionales. Partidos liderados por hombres, y que de feminismo entienden más bien poco.

Según la MOE, el grueso de los votantes se encuentra entre la población de más bajos recursos: el 28,6%  gana menos de 1 salario mínimo y el 25,7% obtienen entre 1 y 1,5 salarios mínimos, y solo el 8,1% son ciudadanos con un ingreso de 4 o más salarios mínimos. Si tenemos en cuenta cómo está de feminizada la pobreza en Colombia, sabemos que son pocas las mujeres que pueden estar en ese 8,1%. 

¡Auch! -dirán ustedes. Porque claro, no son datos que nos guste escuchar. Pero se trata de una realidad que tenemos que mirar para entender cuál es el valor real que tiene la conquista del voto femenino en estos momentos, y encontrar formas de garantizar una participación política plena. Más aún sabiendo que estamos a pocos meses de usar nuestro voto en uno de los procesos electorales más complejos de la historia reciente. 

Si de algo sirve, vale resaltar que el voto femenino se ha comportado de manera similar en otros países. Recordemos que en  2017 y  2019, Donald Trump y Jair Bolsonaro, dos políticos que se jactaron de ser misóginos y homofóbicos, subieron a la presidencia de Estados Unidos y Brasil apoyados por más de la mitad de las mujeres que podían votar. Esto hizo que varios se preguntaran “¿Qué les pasa a las mujeres?”, y que otros intentaran responder.

Muchas respuestas apuntan a que los llamados “problemas de las mujeres” no son nuestros únicos problemas. Y cuando se trata de votar, los intereses que nos movilizan se mezclan con otras variables sociales y económicas.  

En Colombia, si bien los movimientos feministas, las colectivas y las mujeres en el poder han logrado dar lugar en la agenda a temas claves como la despenalización del aborto, al aumento de condenas frente a las violencias contra las mujeres o la reivindicación de la economía del cuidado, existen otros temas en esa agenda cuya resolución es exigida por el grueso de la sociedad. Temas como la desigualdad y la corrupción amenazan con perpetuar los ciclos violentos que el acuerdo de paz se proponía detener. 

Y aunque todo esto tiene una importante dimensión de género subyacente –como el hecho de que el conflicto hizo del cuerpo de las mujeres un botín de guerra, o que las convirtió en las principales víctimas de desplazamiento forzado, y que la población más golpeada por la crisis social y económica somos nosotras – para la gran mayoría de los votantes, incluidas las mujeres, esta dimensión de género continúa siendo invisible, difícil de entender, o “cosa de feministas” exclusivamente.  

Paralelamente, por primera vez en nuestra historia tenemos dentro de las opciones para elegir, a un movimiento feminista conformado en su gran mayoría por mujeres que bajo el nombre Estamos Listas se lanza al Congreso. Tenemos en la contienda a Francia Márquez, una lideresa social afrodescendiente que aspira a la presidencia. Y tenemos a más de 1131 mujeres que buscan un lugar en el Senado y en la Cámara de Representantes. 

Así las cosas, este 2022 es inevitable preguntarse: el voto feminimo, mi voto ¿para qué? Y quizás como nunca antes es necesario responder con profunda seriedad. Conociendo el contexto, siendo estratégicas, manejando información suficiente. Pero ante todo comprometidas con el poder que nos dieron las sufragistas al conquistar el voto. 

Que nadie venga a instrumentalizar ese derecho, que nadie nos diga cómo, en qué o para qué usarlo. Que cada una sea capaz de hacer que su participación política electoral sea autónoma y consciente.

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