Después de la posesión presidencial, el pasado siete de agosto, las miradas se volcaron hacia lo político que puede llegar a ser la moda y lo que puede incomodar. Desde posturas comprensibles y necesarias, que giran en torno al símbolo, hasta la exaltación de luchas que se defienden, entre otras.
Me parece importante resaltar la moda como un símbolo político. Pero también me pregunto yo: ¿Para cuándo una reparación económica y pragmática en el sector artesanal?
Porque es que mucho se ha hablado sobre la moda como un medio para la reparación, la representación y la expresión del símbolo con trasfondos políticos, históricos y culturales. Pero vengo con preguntas en medio de tanta redundancia. ¿Qué tanto se habla en el debate público sobre la artesanía y su relación con la industria de la moda en Colombia? ¿El sector artesanal es realmente una industria o simplemente sirve de decoración para eventos especiales? ¿Qué pasa con la industria de la moda y la labor artesanal y qué tienen que ver las mujeres que integran pueblos étnicos y campesinos de Colombia en todo esto?
Según datos publicados en marzo de este año por parte del Sistema de Información Estadístico de la Actividad Artesanal SIEAA, el 72% de la población artesana del país está conformada por mujeres. De estas, el 41,3% reside en áreas rurales y el 37,5% se reconocen como indígenas. El 5% como pertenecientes a poblaciones Negras, Afro, Raizales y Palenqueras. No son datos menores. El oficio, la técnica o el legado patrimonial -como se quiera llamar- de la artesanía, nos pone sobre la mesa un asunto fundamental. Las condiciones en las que estas mujeres llevan a cabo su labor y la forma en la que la moda como industria les retribuye y les posiciona en la cadena de valor.
Mucho se habla de la carga simbólica de la artesanía en Colombia. De su valor patrimonial y de la forma en la que la transmisión de conocimientos es una función primordial de su existencia. También de cómo esto se convierte en una forma de representación de nuestra historia colectiva. En teoría esto constituye una columna vertebral de nuestra identidad nacional, si se quiere poner en términos más profundos y nacionalistas.
Pero queda una sensación de no saber realmente de qué valor y de qué legado estamos hablando cuando vemos las condiciones de quienes ejercen este oficio, ya que el 88% de las mujeres artesanas en el país percibe menos de un (1) Salario Mínimo Legal Vigente. Adicional, tan solo el 21,7% de las artesanas han alcanzado niveles de educación superior.
Basta con pasearse por las calles de cualquier ciudad principal o intermedia para entender de qué estoy hablando. Mujeres embera vendiendo collares tejidos a mano y con chaquiras en el suelo, al precio que decida el mejor postor. Ni hablar de las condiciones en las que se venden las mochilas tejidas por las mujeres wayuú. O los tejidos elaborados en telares y a mano por mujeres inga o kamentsa. En cualquiera de estos ejemplos, y todos los que hay, las condiciones laborales de estas personas requieren mucho más que el reconocimiento a su labor durante eventos masivos en nombre del símbolo y del legado patrimonial.
Las reparaciones simbólicas son importantes. Sin duda alguna el símbolo genera un cambio cultural en la apreciación de las cosas. También despierta un tipo de sensibilidad de la que quizá nos sentíamos lejanos como sociedad colombiana. Pero las reparaciones no pueden ser solo simbólicas. Estamos en deuda de construir políticas públicas con enfoque de género que incluyan por fin a estas mujeres en la industria de la moda como principales motores de innovación, tendencia y estilo. Urge que tengan un lugar relevante que supere el lugar de proveedoras en la cadena de valor de esta industria.
No son decoración. No hacen piezas ornamentales. No están para embellecer la obra de diseñadora/es importantes que quieren rescatar la historia ancestral de nuestro país con el apoyo de artesanas indígenas. No. Basta ya de usar el trabajo de mujeres empobrecidas para la hegemonía cultural que ha tenido históricamente la industria de la moda, la cual debe reconocer hoy por hoy su aporte al racismo y a la misoginia en muchos sentidos.
Seguir nombrándolas solo como objeto de admiración simbólica, o desde la gratitud por su mano de obra, es condescendiente. No solo eso, las sigue condenando al olvido y a la indiferencia en términos políticos, económicos y culturales. El racismo estructural se mantiene, así no sea la intención de quienes con buena fe creen estar visibilizándolas. La artesanía no puede seguir siendo símbolo de pobreza estructural. Debe pasar a un mayor estatus cultural y político, y esto solo se logra poniendo a estas artesanas en un lugar de dignidad laboral y económica. En ese sentido, la reparación no solo sería simbólica, sino también económica.
Esta reparación económica no solo implica pagar lo justo. También consiste en incluir equitativamente a estas mujeres en todos los eslabones posibles que conforman la cadena de valor de la industria de la moda. Estas mujeres deberían participar en la fase de creación del diseño, la construcción de la marca y los procesos administrativos y técnicos, así como los de comunicación. En este sentido, la capacitación y formación para artesanas no puede enfocarse exclusivamente en competencias técnicas y competitivas, con ciclos que hemos repetido gobierno tras gobierno, en los que seguimos mordiéndonos la cola. Les forman para ser la mano de obra barata y tecnificada de una industria desigual e inequitativa.
Hay proyectos que ya han transformado ese ciclo de raíz. Por ejemplo Pajarita Caucana, liderado por Ginger Blonde (acá en Instagram). Este es un estudio de diseño gráfico que hace consultorías en desarrollo de producto y diseño textil. Está a cargo de las diseñadoras Mónica Suárez, Daniela Rubio y la artista plástica María Alejandra Torres. En el proyecto participan activamente las mujeres de Agroarte, asociación artesanal y agroecológica de la vereda Muyunga, en el municipio de El Tambo, en el Cauca. La lidera Anyi Ballesteros.
La Asociación se dedica a la cadena completa de la seda orgánica. Desde la incubación del gusano de seda, hasta la obtención de hilo, para tejer artesanalmente prendas con este material. Pajarita Caucana es la unión de ambos proyectos. Juntos, crearon piezas tinturadas con hoja de coca, intervenidas por artesanas, artistas y diseñadores colombianos.
Este proyecto nos recuerda que en la moda y en el diseño empiezan a ser menos relevantes las jerarquías, y el trabajo colectivo pasa a ser protagonista del proceso creativo. En Pajarita Caucana no están las mujeres artesanas de Agroarte como proveedoras de servicios o mano de obra calificada. Son también autoras, promotoras y creadoras de su obra. Dueñas y señoras de su oficio, con su realidad territorial, social económica y cultural consigo. Juntas configuran un trabajo en el que el valor está en todos los eslabones del proceso, no solo en el valor de la prenda o la firma de quien diseña.
Ejemplos así me emocionan y me inquietan, al ver el panorama actual, sobre el cual sigo teniendo varias preguntas. ¿Para cuándo la economía solidaria y el cooperativismo van a entender que es hora de involucrarse de verdad en procesos que cambien de raíz no solo la cultura y el símbolo, sino también las condiciones de desigualdad? ¿De qué manera promueven y proponen nuevos escenarios en este sentido? ¿Cuándo veremos a la economía social, solidaria y feminista en el marco de las políticas públicas?
Porque sí, es con ustedes también. La comprensión de una nueva economía y su urgente cambio de perspectiva con enfoque de género no puede hacerse sin el aporte del cooperativismo en Colombia. Más aún cuando de esto depende el éxito de la participación de mujeres artesanas de pueblos étnicos en la industria de la moda. ¿Cuánto más falta para que esto por fin suceda?
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