El primer patriarca al que maté fue mi papá

Dejé de amar a mi papá cuando tenía siete años, mientras esperábamos la ruta del colegio. “Tienes que adelgazar porque a los hombres no les gustan las niñas gordas como tú”, me dijo. No me lo dijo de malparido, aunque haya sonado así. Me lo dijo para cuidarme de un mundo obsesionado con la delgadez. 

La historia con mi papá puede ser la misma historia que muchxs de mi generación tienen con los suyos. Yo lo quiero, pero no lo amo. Él lo sabe. Soy su única hija. Me llamo Ángela María Fuentes Guarín y soy castaña clara, tengo piel blanca, soy crespa, tengo 24 años y sobrepeso. 

Su comentario me dolió entonces, y tuvo un peso en mi autoestima por un largo tiempo. A los 21 años le exigí una disculpa, pero ese suceso se había borrado de su mente, así que nunca escuché su perdón. 

Con el tiempo descubrí que fue ese comentario el que me hizo alejarme de él. También dejé de entender por qué tenía que respetarlo bajo el motivo de “Yo soy tu papá”, porque como buen patriarca, le gusta la autoridad. Crecí con miedo y desapego. Mi relación con él se convirtió para basarse en lo básico.  “Hola, Papi”, “¿Me puedes dar plata, papi?” “Buenas noches, papi”.

Esta foto fue en un cumpleaños mío. Yo no quería tomarme una foto con él, quería ir a jugar

Cuando empecé a interesarme por el feminismo, empecé a ser consciente de que mi papá era un patriarca. En la casa se hacía lo que él decía y punto. El primer plato de comida que estaba servido en la mesa era el de él por ser el proveedor y por llevar las finanzas del hogar. Que hasta hace muy poco eran solo competencia de él.  Una vez tomando tinto en la sala me dijo a modo de regaño: “A las mujeres de ahora ya no les gusta atender a sus maridos, les gusta la rebeldía”. Yo, rebelde y contestona, le respondí que las mujeres no éramos las criadas de los hombres. Aunque hubo un silencio, sentí su mirada retadora. 

Así, como le pasó a tantas mujeres, la primera pelea feminista que tuve fue en mi casa, con él. Un domingo, al finalizar la misa, el padre le puso a los hombres de la iglesia la tarea de lavar la loza del almuerzo. Cuando terminamos de comer yo le dije que fuera a lavar los platos y se puso furioso. Empezó a refunfuñar y yo le grité: ERES UN MACHISTA DE MIERDA. Fue un grito que tenía acumulado en la garganta desde hacía tiempo y que por fin había podido desahogar. Sin embargo, ese día abrí una caja de Pandora en mi casa.

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Después de ese día, mi relación con mi papá entró en tensión. No hablábamos y nos evitábamos a propósito. A los pocos días, con la cabeza un poco más fría, llegamos a un acuerdo: él iba a empezar a lavar la loza porque vivía en la casa. Y lo iba a hacer un día de por medio, sin que nadie se lo pidiera.  Que accediera sin refunfuñar fue, para mí, un pequeño logro. 

Después del día de nuestra pelea, también, empecé a desarrollar el miedo interno de enamorarme de alguien como él. Una persona que no sabe comunicar sus emociones, que siempre quiere tener la razón, que firma sobre piedra no ser machista, pero usa todos los privilegios del patriarcado a su favor. Sin embargo, este miedo no superaba mi temor de tener que reeducar a alguien. Fue así como descubrí que en todos los hombres veía algo que odiaba de mi papá y eso me alejaba de sentir. Ya era suficiente con tener un macho en casa, no quería otro en mi diario vivir. 

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De repente llegó la pandemia y con ella el encierro: evitar a mi papá ya no era una opción y tenía que aprender a vivir con él en un mismo espacio. Al principio fue difícil acostumbrarnos a pasar tanto tiempo juntos. Era la primera vez que sucedía, pues desde pequeña siempre vi a mi papá trabajar todos los días y nunca pasar tiempo conmigo. Pero la angustia de un virus, la incertidumbre sobre la vida y la monotonía de los días hizo lo imposible: acercarnos. 

Al mes de estar encerrados y no saber qué hacer con nuestras vidas, él propuso encontrarnos alrededor de los juegos de mesa: dominó, parqués, cartas, charadas… Y jugar nos encontró en la risa genuina. Cuando ya nos aburríamos de jugar, nos poníamos a hablar. Entonces, después de 23 años, empecé a conocer a mi papá. Y empecé a entender todas las formas del patriarcado en las que habita. 

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Según el instituto de la Familia de la universidad de la Sabana 12,3 millones de mujeres en Colombia son madres cabeza de familia, y aunque lleva su apellido, mi papá pertenece a esa cifra de personas que no crecieron con una figura paterna. Su papá fue otro patriarca, quien quizá fue hijo de otro patriarca y así…Ese papá de mi papá tuvo otros 13 hijos para demostrar su virilidad y de milagro le dio su apellido al mío.

Cuando tenía 9 años, la mamá de mi papá murió. Y entonces un matriarcado se hizo cargo de él. Así, mi papá nunca tuvo que entrar a la cocina, nunca lavó sus calzoncillos, y nunca cocinó para él hasta que vivió solo y vio la necesidad de hacerlo.

Mi papá patriarca, pero con estilo en Santa Marta, antes de migrar a Bogotá.

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Creo que mi papá también tuvo interés por conocer quién era yo, y me empezó a preguntar por mi vida diaria, algo que nunca antes había pasado. Me preguntó por mi vida sexoafectiva, mis intereses culturales, la música que me gustaba. Y así fue como ambos encontramos que teníamos muchas más cosas en común que un mismo apellido. 

Mi familia, como tantas, tampoco salió ilesa de la pandemia.La muerte nos rodeó y nos visitó por periodos muy cortos. Nos dio muy duro, sobre todo a él, quien no había superado la muerte de su mejor amigo, cuando le tocó empezar a procesar la muerte de su mamá adoptiva. Tantos duelos le generaron un episodio de depresión que asumí cuidar. Ahí fue cuando reflexioné que aunque mi papá es un patriarca, necesitaba y merecía de mi cuidado. Desde ese entonces dejé de verlo como mi enemigo y logré reconocerlo como mi padre. 

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El día que maté a mi papá como patriarca fue el día que me interesé por escuchar su historia. Dejé de verlo como una autoridad para reconocerlo como un par. Hubo un día donde se derrumbó a llorar sin encontrar consuelo alguno. Era un llanto que tenía reprimido de un tiempo atrás y solo pude acompañar a través de un abrazo. 

Él todavía habita con muchos patriarcados dentro, y quizá nunca los destruya todos. Probablemente no esté dentro de sus intereses hacerlo. A mí también se me perdió el interés de pelear todos los días con él, y hacerle caer en la cuenta lo machista que puede llegar a ser. Hay peleas que ya no me parece provechoso dar. 

Matar al primer patriarca que conocí, mi papá,  fue a su vez un acto de libertad. Saqué al enemigo de mi casa. No estoy construyendo a un hombre, porque tampoco me siento atraída a eso, pero sí estoy construyendo una nueva relación con él. Una donde puedo decir cómo me siento y puedo escuchar quién es él en realidad. 

El encierro fue un viaje al interior de mi vida. Y aunque fue enloquecedor, me dejó el asesinato mental de la figura patriarcal de mi papá. Lo maté para disfrutar de él. Pensaba que un gran triunfo del patriarcado es alejarnos de quienes nos rodean y hacernos pensar que nunca nada nos podrá unificar. 

Ahora puedo reconocer algo y es que detrás de ese patriarca hay un hombre. 

Tomando polita tranquilita en una tiendita con mi papá. Hace cinco años esto no habría podido pasar porque según él “las señoritas no toman”

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