Camila* caminaba con prisa por los pasillos del colegio en el que estudiaba. Tenía mucho en qué pensar: el vestuario, los diálogos, las escenas. En el público que la vería en la tarima del teatro. Estaba ensimismada y por poco olvida que su mejor amiga caminaba junto a ella.
El profesor de Educación Física irrumpió la caminata de ambas. “Ustedes serán unas grandes bailarinas”, les dijo. A Camila no le sorprendió el halago de ese hombre amable que siempre parecía calmado y bien portado. Ella y su mejor amiga llevaban un año en el grupo de baile. Los sábados por la mañana iban hasta el colegio, al sur de Bogotá, para ensayar coreografías con otras niñas. Él era quien las guiaba.
Las entretuvo y luego las invitó al cuarto donde guardaban los materiales para la clase que dictaba. “Cerró la puerta y nos pidió un abrazo. Luego me agarró muy fuerte la cola”, recuerda Camila. “Quedé petrificada”. Salieron corriendo del cuarto con la excusa de que llegarían tarde a la obra de teatro. “Teníamos 14 años”. Ahí comenzó el infierno del que solo saldrían años después, juntas.
La historia de Camila es un relato compartido por al menos 30 mujeres de distintos colegios en la ciudad durante la primera década del 2000. El profesor dividía a las niñas del colegio en dos grupos de danza. El grupo general en que podían pasar meses o años sin ningún contratiempo y el grupo base, el de las más “talentosas”.
Junto a su pareja, también profesora, elegían a niñas por lo general entre los 13 y 14 años. Niñas con problemas personales o familiares, vulnerables. Muchas de ellas primero pasaban tiempo en el grupo general y luego, a punta de halagos, las convencían de entrar en el grupo base para “convertirlas en grandes bailarinas”. Ese grupo ensayaba en la casa de los profesores, donde las violentaban hasta que las niñas terminaban el colegio y los agresores perdían control sobre ellas.
Otras cayeron en esta red de abuso porque la profesora trabajaba en otro colegio y allí también reclutaba niñas. Y algunas llegaban directamente a la fundación de yoga que la pareja había creado en su propia casa. Tanto en los colegios como en la fundación ocurrieron los abusos, que además eran grabados, por años.
En MANIFIESTA les contamos las historias de seis de las nueve mujeres que decidieron denunciar a la pareja agresora: relatos que están llenos de dolor, pero también de fuerza y de juntanza entre mujeres. Sin juntarse, quizá no hubieran atravesado por su cuenta el camino para señalar a sus agresores más de una década después de los hechos. Así mismo, les contamos el papel que jugó la iniciativa ‘No estás solx’, de la plataforma digital y sello de artes electrónicas Bogotá Exotérmica para buscar justicia.
Estos no son solo testimonios de supervivencia al acoso sexual. También es evidencia de respuestas insuficientes por parte de instituciones como la Fiscalía y la revictimización por parte de la Secretaría de Educación.
Aprovechar el poder para imponer el silencio
Mariana*, a diferencia de Camila, no conoció a la pareja de profesores en el colegio, sino en la fundación que dirigen. En 2003 llegó a una casa al sur de Bogotá, donde aún funciona el lugar y donde vive la pareja con sus dos hijas. Atraída por la promesa de aprender yoga, de bailar y de compartir espacios artísticos con otras niñas, se inscribió en la Fundación. Tenía 15 años.
Al principio, los ensayos transcurrieron con normalidad. Sin embargo, la pareja paulatinamente empezó a incorporar un discurso sobre el cuerpo y unos “tantras” que debían activarse para bailar mejor a través de ciertos actos. En la denuncia radicada en la Fiscalía, Mariana cuenta que el profesor las obligaba a besarle los genitales y a tomar fluidos de su cuerpo para activar las energías. “Yo creía que era un proceso normal del grupo. No sé en qué momento me vi envuelta en eso. Ahora lo pienso y me cuestiono todo el tiempo”.
Durante tres años Mariana fue víctima de diferentes formas de abuso, siendo menor de edad.
“Salíamos de paseo y nos separaban. De un lado estaba el grupo general que no se enteraba de nada y del otro estábamos las niñas abusadas por ellos. Nadie se daba cuenta”.
Mariana cuenta que viajó con la pareja gracias a contratos que se ganaba el profesor con el Distrito. “Una vez viajamos a la Costa con ellos. Nos quedamos todas con él y la esposa. Nos tocaban en repetidas ocasiones y nos hacían ver cómo penetraban a otras compañeras”.
Valeria*, de 32, también recuerda los viajes. “Nosotras no vivimos nuestra adolescencia como niñas normales”, cuenta. “Salíamos de paseo y nos separaban. De un lado estaba el grupo general que no se enteraba de nada y del otro estábamos las niñas abusadas por ellos. Nadie se daba cuenta”.
La profesora jugó un papel muy importante para lograr que las menores guardaran silencio por tantos años, incluso después de adultas. “Ella aplicaba el lema ‘divide y reinarás’”, recuerda Valeria. “Nosotras generalmente competíamos entre nosotras por ser la mejor y estábamos en constante discusión. Nunca hablamos entre nosotras, ni se dio el espacio para ello”. De acuerdo con Valeria, cuando la mujer se daba cuenta de que la relación entre las niñas iba mejorando, creaba chismes y rumores para dañar la comunicación entre ellas.
Paula*, de 31 años, también sobreviviente, recuerda que la mujer siempre fue muy amable con ellas, sobre todo cuando empezaban a sospechar que los abusos no eran normales o cuando manifestaban incomodidad. “Cuando él nos accedía, ella entraba a convencernos , a decirnos que todas las mujeres pasábamos por eso. Que era normal que nos sintiéramos así. Y le creíamos”.
Una vez, la profesora invitó a Mariana al colegio en el que trabajaba. La llevó de la mano hacia un salón de danza lleno de espejos. Lo atravesaron y en el cuarto donde guardaban los vestidos, estaba el profesor. “Me tomó de la cabeza y me hizo besarlo y ella también lo hizo.
“Cuando él nos accedía, ella entraba a convencernos , a decirnos que todas las mujeres pasábamos por eso. Que era normal que nos sintiéramos así. Y le creíamos”.
Me tocaron”. Mariana le contó a la Fiscalía que en repetidas ocasiones después de que el profesor la violaba, la mujer hacía lo mismo.
Para que las víctimas no dijeran nada, según varios testimonios, la pareja les decía que los demás no entenderían. “Nos decían que las demás personas no eran tan elevados en energía como nosotros para entender”, asegura Paula. “La mujer nos decía que lo que pasaba entre nosotros era normal, que era para balancear las energías”, añade Valeria. A raíz de las violaciones, muchas niñas sufrían de infecciones vaginales frecuentes. Normalizaron tanto esta situación, que Mariana llegó a pensar que era normal vivir así. “Nunca lo vi usar condón”, recuerdan.
Cuando la juntanza acaba con el abuso
En 2002, cuando Lina*, otra de las sobrevivientes de abuso, cursaba séptimo grado, ella y su mejor amiga se emocionaron por la convocatoria del grupo de baile que había abierto el profesor de educación física. “Ensayábamos los sábados en la mañana. Fueron seis y ocho meses de ensayos generales, muy chéveres”, asegura. Después se enteraron de que otras niñas ensayaban en la casa del profesor y su esposa, las más talentosas. “Mi mejor amiga empezó a ir primero que yo y luego yo. Él me decía que me pusiera velos, que me quitara la ropa, que manejara mi energía a través del yoga y así abusó por años de mí”.
Lina vive lejos de Bogotá. Después de terminar el colegio, en 2006, decidió mudarse a una ciudad de clima cálido. Cursó la universidad y siguió la vida lejos de los lugares y de las personas que marcaron su adolescencia. Nunca se había preguntado qué había detrás de haber optado por un cambio tan drástico.
El año pasado, mientras revisaba sus redes sociales, recibió un mensaje por Facebook. Era una de sus amigas del colegio en el que estudió en la capital. Habían pasado 14 años. Empezaron a conversar de lo rápido que pasaba el tiempo, de sus familias, de los caminos que habían recorrido en más de una década. Crearon un grupo y entró otra compañera del colegio al chat. Era Camila.
Fue inevitable recordar. Surgieron memorias del tiempo compartido. Y, claro, las clases de danza con el profesor de Educación Física. Decidieron reunirse. “Fue un despertar para mí: conversando nos dimos cuenta de que lo que habíamos vivido no era normal, que eso estuvo mal y que lo que nos pasó con ese profesor y su esposa no debió pasar nunca”, dice Lina.
Varias de las mujeres con las que conversamos coinciden en que pasaron muchos años para reconocerse como víctimas de violencia sexual. Algunas incluso aún tenían en sus redes sociales a sus agresores. “La última vez que me hablaron por chat fue en 2017”, cuenta Mariana. Sin embargo, todas sentían la herida de las violencias vividas, pese a que algunas no la habían identificado.
“Hasta hace muy poco me di cuenta de que había sido abusada. Muchos años pensé que había sido de común acuerdo. Pero éramos muy pequeñas”.
Paula, por ejemplo, tenía una imagen del abuso sexual muy distinta. “Yo creía que era algo a la fuerza, algo muy violento. No sabía que podía ser consecuencia de un abuso de poder, de manipulación”. Aunque en medio de su relato recordó cómo se fue de allí. “…Yo me fui mal de ahí. Me acuerdo que un día exploté y les dije que iba a denunciar lo que pasaba ahí”. Paula lo habló con otra compañera, “Pero nos dio miedo denunciar, creíamos que éramos las únicas incómodas, que las demás no sentían lo mismo”.
“Hice parte de la reunión con Lina. No entendíamos que el abuso o la violencia sexual puede ser muy sutil o desde la manipulación”, coincide Camila. Para ella, todo lo que vivieron tiene que ver, en parte, con la falta de educación sexual en los colegios y en las casas. “Nosotras creíamos que la educación sexual era decirle a alguien: ‘vaya y tenga relaciones sexuales’, pero no. Es que un niño o una niña sepa identificar escenarios de abuso”.
La ausencia o la deficiente educación sexual en un colegio público de Bogotá, al menos en los años que estudiaron Camila y Lina, es grave. De acuerdo con la Encuesta de Demografía y Salud de 2015, la principal fuente de información sobre asuntos relacionados con la sexualidad, tanto para mujeres como para hombres, es el colegio. Además, solo hasta 2006 se creó la ley 1098, que obliga a instituciones a “orientar a la comunidad educativa para la formación de la salud sexual y reproductiva y la vida en pareja”.
Cuando Camila y Lina asimilaron las violencias que vivieron, el mundo de repente cobró más peso que nunca. “Hasta hace muy poco me di cuenta de que había sido abusada. Muchos años pensé que había sido de común acuerdo. Pero éramos muy pequeñas”, lamenta Lina.
Paula llegó al mismo descubrimiento con otra de las sobrevivientes. Conversando entre ellas, entendieron la estrategia de la pareja. “Tenían una manera muy específica de escoger a quienes abusar. Estábamos vulnerables, con problemas familiares. Eran manipuladores, decían preocuparse por ti, pero luego te abusaban y no te dabas cuenta”. Ella logró salir de este círculo de abusos en 2008, al cumplir 18.
El grupo de Camila y Lina se reunió después con Paula y la otra sobreviviente. Luego de su primer encuentro, las mujeres se volvieron a reunir en varias ocasiones para hablar de sus agresores e identificar las formas de violencia sexual y psicológica que habían vivido. Así, sintiéndose respaldadas entre ellas, decidieron denunciar, casi 15 años después.
Cualquier momento es válido para denunciar
Alexander Rogelis dirige el grupo de abogadxs voluntarios de la iniciativa ‘No está solx’. Esta campaña nace en la plataforma digital y sello discográfico Bogotá Exotérmica. “Se creó porque en este mundo de la música y fiesta electrónica hay muchas chicas que son abusadas” asegura.
Inicialmente, ‘No estás solx’ surgió con el objetivo de acompañar jurídica y psicológicamente a las chicas violentadas en este contexto. Sin embargo “Llegan muchos casos que no tienen nada que ver con el escenario de la música electrónica”. Como por ejemplo estos casos. “Yo conocía a una de las víctimas hace mucho tiempo y ella me contacta. Luego envía un mensaje al Instagram de Bogotá Exotérmica y decidimos tomar el caso”.
“Los comentarios de la gente son muy pesados. Nos recriminaron por qué denunciábamos hasta ahora. Mucha gente nos llamó mentirosas”.
Juan Villalobos Forero, director y fundador de la plataforma le aseguró al diario El Espectador que “se han acercado entre 25 y 30 personas, de las cuales 6 decidieron no denunciar, 9 decidieron hacerlo, 8 están en acompañamiento psicológico individual y 5, en acomodamiento psicológico grupal”.
Cuando hicieron público el caso y los medios de comunicación empezaron a mostrar parte de la situación, la estigmatización cayó sobre las mujeres. “Los comentarios de la gente son muy pesados. Nos recriminaron por qué denunciábamos hasta ahora. Mucha gente nos llamó mentirosas”, recuerda Camila.
“Denunciamos hasta ahora porque muchas supimos que habíamos sido violadas hasta hace poco. Muchas no quisimos afrontar esa situación durante años y tampoco es fácil hablar de ello”, argumenta Juliana*, otra de las denunciantes.
De acuerdo con una encuesta realizada por Oxfam (2015) sobre violencia sexual en Colombia, esta forma de violencia tiene mayores niveles de silencio y reticencia por parte de las víctimas a la denuncia. El 78 por ciento de mujeres víctimas encuestadas no denunciaron los hechos. Entre las razones está el miedo a represalias, voluntad de no hablar del tema, miedo a que la familia se entere, desconfianza en las instituciones y falta de información.
La denuncia que pusieron las nueve mujeres representadas por Alexander ocurrió casi 15 años después, en junio de 2020. Desde hace más de un año “Se supone que la Fiscalía está trabajando, reuniendo pruebas. Para mí ya las tienen todas”, dice Alexander y añade: “La idea es que la semana pasada (han pasado mas de dos semanas en total) ordenara la captura de ellos dos, pero nada. Ese es el reclamo de las víctimas, que esto ya se sabe y ellos siguen libres”.
Linda Cabrera subdirectora de Sisma Mujer aseguró en una entrevista con RCN Radio que “el 95 por ciento de los casos de violencia sexual se queda en indagación. Esto quiere decir que después de la denuncia no pasa nada”. De acuerdo con ella, los agresores en Colombia tienen solo un 5 por ciento de posibilidades de ser juzgados.
Por si fuera poco, la misma organización demostró que en muchos casos, la violencia sexual no se denuncia por el miedo a la violencia institucional o a la revictimización por parte de entidades estatales. En la encuesta realizada por Oxfam, el 12,2 por ciento de las víctimas no cree ni confía en la justicia. Este caso no fue la excepción.
Valeria cuenta que en mayo pasado, la Secretaría de Educación de Bogotá citó en una reunión virtual a varias de las víctimas en el proceso disciplinario que adelanta contra el profesor, pues el hombre trabaja en el Distrito. “Ella dio su testimonio, lloró, ya no quería hablar más, pero le preguntaban y le preguntaban. Lo más pesado es que ella dio su nombre, su dirección, su teléfono y el profesor también estaba en la llamada con la cámara y micrófonos apagados”. Según su testimonio, el victimario escuchó todo y la Secretaría revictimizó y puso en riesgo a su compañera.
Por si fuera poco, hasta hace unos días, el 22 de julio, la entidad emitió un comunicado oficial en el que notifica que hasta esa fecha el agresor estuvo en contacto con niños y niñas en las aulas. Es decir, desde que se tiene conocimiento de los abusos, en 2002, pasó 19 años cerca de menores de edad.
El equipo de Bogotá Exotérmica aún no sabe si la profesora, que trabaja en un colegio privado, ya fue retirada de las aulas.
Fragmentos de mujeres
“Recuerdo una vez que estaba con él en el cuarto donde ocurría todo. Me mostró cómo hacer una posición de yoga en la que ponía mi cuerpo a disposición de él”, cuenta Juliana. Ese día el profesor la violó y ella se dio cuenta de que “no nos sentíamos cómodas. Ninguna. Eso fue lo más horrible que me pudo pasar”. Buscó ayuda psicológica, pero no pudo hablar de los abusos por años. Simplemente no podía.
Valeria le tiene miedo al contacto físico, sobre todo en su lugar de trabajo. “Me genera mucha ansiedad cuando alguien me abraza. Yo creo una barrera, simplemente no me gusta”. Paula sintió los estragos de los abusos en su cuerpo y en su vida. “Hubo una hipersexualización muy fuerte. Tuve una época en la que no me sentía valiosa. Creía que lo único que tenía para ofrecer era a nivel sexual”. Afirma que si no hubiera pasado por esas violencias, tal vez no hubiera permitido que sus exparejas le hicieran daño. “Me sentí muy sola”.
Camila se sintió perdida después de salir del grupo en 2006. “Cuando empecé la universidad no me iba tan bien como en el colegio. Creí que tenía que ver con que ya no estaba con ellos, qué tal vez ese cuento de las energías y de que solo con ellos sería exitosa, era cierto”. Afirma que los abusos le trajeron problemas de ansiedad y problemas en su vida sexual. “Eso ha sido un tema muy complejo para mí”.
Las nueves mujeres esperan que este camino doloroso de denunciar después de tantos años a sus agresores dé frutos. “Esperamos que se haga justicia y que ninguna otra niña viva lo mismo”, asegura Juliana. “Queremos que las niñas y mujeres que estén viendo esto se sientan identificadas y sepan que no están solas. Que ojalá den su testimonio para que ellos no le vuelvan a hacer esto a nadie”, coincide Valeria.
El miedo más grande que tienen es que la pareja ya sepa y haya borrado todas las pruebas de las agresiones, pues cada uno de los abusos fue grabado. “Nos grababan y nos mostraban los abusos a otras niñas y mujeres. Eso estaba en discos negros extraíbles. Ellos tienen ese material”, dice Lina. “He pensado tantas cosas que hasta creo que hacen parte de una red de pedofilia muy poderosa y que por eso no les va a pasar nada”, dice con preocupación Paula.
Desde MANIFIESTA esperamos que este caso no engrose el porcentaje tan alto de impunidad en materia de violencia sexual en el país. Que el testimonio de las mujeres prevalezca y que su esfuerzo por revivir los momentos más dolorosos de sus vidas no queden en vano. Por las mujeres valientes que hablaron y por las niñas que fueron violentadas: esperamos justicia.
* Los nombres de las mujeres fueron cambiados a petición de ellas.
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