“Cuando murió mi abuela Alba, llevaba crisantemos en las manos. Cuando murió mi abuelo Elías, arrojé un ramo de juntillos violetas al foso oscuro recién cavado en el que aparecía el ataúd de ella sepultada 20 años antes”.
La cara del Premio Alfaguara de este año, Cristian Alarcón, se ve medianamente iluminada por la lámpara que brilla en medio de su lectura performática con la artista disidente colombiana Nadia Granados. Juntes leen pedazos de la primera novela de Cristian, El Tercer Paraíso. Este es el primer relato ficcional del consagrado cronista chileno radicado en Argentina, tan acostumbrado a narrar el despiadado narcotráfico, el cobijo de las comunidades queer y que ha llevado al periodismo a lugares performáticos con los medios que fundó y dirige: Revista Anfibia y Cosecha Roja.
Paradójicamente, su primer relato de ficción es sobre sí mismo, un ejercicio de revisión interna obligatoria que nunca antes había podido hacer, hasta ahora.
Nadia le responde a esa cara mal iluminada: “Esa niña que espera a su padre por las noches en el inquilinato en el que vive junto a Alba y sus hermanos menores. No le importa que su padre sea ese hombre que llega tarde a despertar a su mamá crispado, a sacarla de la cama a los empujones, a las patadas. No le importa que ese hombre a veces la emprenda contra ella por estupideces. No le importa que se tambalee y huela a trago, que se caiga, que se olvide de quién es. Que diga que un día se tirará a las vías. Como sea, es su padre, y ella ansía ese amor que él en algún sitio tendrá guardado”.
Esa niña se inspira en la mamá de Cristian. “No supero el temor a la lectura de mi madre”, me dice él cuando le pregunto, quizá por la dosis adicional de crueldad que pudo haber aplicado al crear su personaje, como él mismo admite. Su relato, que a su vez es el relato familiar de su clan, sucede a dos tiempos. La conjunción de esta voz compartida nos sumerge doblemente en un universo de idilio botánico que brota de la tierra y cuyos colores, formas y procesos nos plantean un objetivo ulterior del mundo, y la oscuridad y desasosiego propio de una violencia que contiene momentos definitivos que atravesaron la vida y los cuerpos de sus personajes, y de tantas en nuestra región.
Hablamos con Cristian sobre la revisión que nos hace falta hacer de nuestras ancestras, sobre la compasión que genera la vejez de los hombres de su generación, la importancia de los oficios como salvación de nuestros mundos, y sobre lo que habita detrás de un rótulo como “Imaginar un jardín es someterse a una nueva conciencia”.
La definición que has acuñado de tu primera novela es “feminista, queer y botánica”. ¿Qué acogida ha tenido ‘El tercer paraíso’ en estos tres públicos?
Estoy atravesando la paradoja de presentaciones en las que se mezclan nietos y abuelas. Nietos maricas o no binaries. Abuelas dispuestas a escuchar y a leer, entrando por la puerta de la jardinería en la que ellas son protagonistas de una época. En la crueldad de sus propias existencias, las que sufrieron y las que hicieron padecer a otro, por ese acto reflejo que implican las violencias patriarcales en los cuerpos y las cuerpas, más allá de las propias voluntades sino en las estrategias de supervivencia de las creencias sobre cómo era criar y sacar derecho a un hijo o hija. Estas mujeres ahora me las encuentro en representaciones proyectadas de los personajes de la novela, con una disposición a la escucha muy sorprendente.
¿Sientes que se conectan y escuchan a través de la germinación de ese ‘tercer paraíso’, que para tantas fue resistencia y quizá un sosiego?
Un paraíso que ellas fueron capaces de defender y construir, pero que cuando se acercan a ese texto pueden respetar en manos de este narrador gay, padre soltero que, ya habiendo transitado la mediana edad de la vida, toma el ejemplo de las mujeres para construir su propia salvación en medio de la pandemia.
Hay una disolución del conflicto que produjo este aislamiento, y este desasosiego ante la muerte posible, que algunas personas han podido aprovechar. Entonces quizá la novela está siendo recibida de un modo tan lúbrico, tan fértil, tan generoso, que se abren caminos hacia distintos lectores y lectoras incluso contradictorios, porque la polisemia de la historia y multiplicidad de entradas que tiene permite un encuentro más igualitario.
Y en esas mujeres que se ven proyectadas, ¿has notado resistencia?
No, todavía no he logrado que la novela llegué al pueblo del que nacen las historias. Una de mis tías, mi tía Ivonne que aparece allí con su propio nombre, está embarcada en la lectura, y lo está haciendo desde una profunda amorosidad que desde el sur de Chile me reconforta. No sé qué va a ocurrir con otro tipo de sensibilidad, pero creo que para quienes han habitado la historia desde la ruralidad, la insularidad y lo territorial, será un encuentro festivo, a pesar de la crudeza de algunas escenas y la violencia que se desató en otras.
Precisamente la territorialidad recorre toda tu novela a través de la descripción. ¿De dónde viene esa del recorrido detallado de los lugares donde habita tu novela?
Esta mañana participé en un evento con 13 libreros, y una maravillosa dama muy lectora, que conduce la librería (Alba, paradójicamente se llama como la protagonista), me hizo una devolución crítica filosamente elogiosa: dijo que mi novela era engañosa porque me hacía entrar en un territorio idílico, casi en la idea del Edén, del paraíso como una idea, para luego sorprenderte con una cachetada feroz que te dejaba tirado en el piso. Y sin embargo, aún después de la cachetada, era imposible dejar de leerla, dijo ella.
Has hablado de esa obligación de mirar hacia adentro por el encierro (ese cliché), y mencionas herramientas que te llevaron allí: la lectura de filósofes que han pensado el fin del mundo, feminismos… ¿Cuáles otras?
Creo que es una combinación: la teoría de filosofía contemporánea que va de la idea de extinción, a preguntas en torno a la crisis extrema de las democracias, y una cultura sumergida en la recreación de las tramas distópicas para exorcizar el profundo miedo que puede darnos una real conciencia de la finitud de la especie.
También diría que el hallazgo de un interés superior, algo totalmente arbitrario como la botánica. La necesidad de historizar: irme hasta los griegos, detenerme en Mutis o en Humboldt para renovar o construir un nuevo lenguaje con el que quería contar un jardín (…) Debo reconocer que también mi propia búsqueda espiritual y analítica de experiencias que ya llevan muchos años (…), una espiritualidad holística que va mutando y que está cada vez más cerca de las experiencias con la tierra y con el poder de lo ancestral en América Latina.
Con la naturaleza…
Para mí fue un modo de sortear la inacción, el silencio. Incluso un modo de auspiciar un silencio creativo, de dejarme habitar por autores y autoras que desde la filosofía y la poesía, que es un lugar de refugio para mí desde siempre, me permitían absoluta tranquilidad en el proceso de creación. No vivir la exigencia del deadline por primera vez desde que comencé a escribir. (…) El hecho de que no tuviera contrato del libro y no hubiera nadie a quién entregarle el material, operó a la inversa.
Pude hacerlo cuando era una exigencia mía no más. Yo me puse una fecha: el 31 de agosto a las 21:30 y terminé el 31 de agosto a las 21:30. Pero para eso resigné todo lo que hacía en mi vida durante meses, para encerrarme a escribir. Pasé dos años llevando todas mis energías creativas a un solo lugar, que era algo que el ejercicio intenso del periodismo de innovación, y de las narrativas que venía haciendo en Anfibia y Cosecha Roja, no me había permitido hacer (..)
Y en cuanto al psicoanálisis, ¿Cómo sale a flote ese trabajo de años en la novela?
Cuando mi editora leyó por primera vez la primera versión de la novela dijo “es un narrador muy poco neurótico. Quizá tenga que ver con ese trabajo psicoanalítico que lleva a poder crear un personaje con un nivel de desapego muy fuerte con lo traumático, a pesar de tener una memoria que lo hace un ser singular: no es el olvidó lo que le produce el descanso y sosiego, es la tramitación de lo recordado. Es el trabajo sobre los materiales de la memoria y la falta de una actitud ceremoniosa moral, que postula la memoria como un material sagrado intocable que debe responder a los cánones de la verdad fáctica y que no es recreada al antojo de cada sujeto.
En esa charla con los libreros yo decía que nadie miente mejor que nosotros, la creencia transmitida de generación a generación por la ciencia, el periodismo y todas las disciplinas que buscan las certezas, se diluyen en la literatura y pierden sentido como una manera de honrar la memoria. Hay que deconstruir también lo recordado, y por eso esta traición elegida de un libro que todo el mundo podría creer absolutamente cierto, y que es tremendamente mentiroso. Hay un inicio de una historia que comienza con personajes reales y el propio alter ego del escritor, y que luego se desata en una historia llena de invención.
Quiero preguntarte por decisiones como el hecho de que la novela se desarrolla e capítulos muy cortos, o la decisión de mantener un relato dual durante todo el libro.
Esos pequeños capítulos sobrevivieron a un libro inconcluso que intente hacer y que contaba la historia de la vida de una mujer que le arrancaba los ojos a su pareja en una noche de alcohol en Coyhaique, al sur de Chile, hace ya algunos años, y cuyo caso yo cubrí con mucha intensidad, hasta el juicio oral que condenó al padre de sus dos hijos de femicidio. Yo había comenzado a hacer una estructura de pequeños capítulos (…) que me obligaban a ir de a poco para poder ir construyendo la escena de aquello, para dar cuenta de los pliegues sensibles que toda escena horrorosa posee.
Cuando comencé a escribir esta novela estaba con la idea de quedarme entre aquella y esta historia. Y cuando las mujeres del tercer paraíso emergieron, asumí que estaba hablando de las mismas mujeres. Aquella vez, cuando me fui del pueblo después del juicio oral tuve una profunda angustia, porque sentí que estaba allí porque quería encontrar las historias de mi propio clan y que había cientos y miles a lo largo de Chile y de toda América Latina. Esta novela le da lugar a estas mujeres que han sobrevivido y construido fortalezas indómitas en territorios de peligro, de sacrificio humano.
¿Tuviste algún tipo de concesión o pacto interno a la hora de delinear a las mujeres de tu clan en esta novela?
No, ninguno. Creo que fui mucho más cruel de lo que yo mismo imaginé que podía ser. De hecho todavía no supero el temor a la lectura de mi madre, el personaje que inspira y la lectura sobre su padre y su madre
¿Ella todavía no te ha leído?
Ella aún no ha leído (…) Temo por su fragilidad, pero también temo ser condescendiente con su fortaleza. Es una mujer brillante, más allá del personaje inspirado en ella, ha desarrollado una vida extraordinaria y tiene una vejez de una lucidez extrema lacerante. Es de esas madres que no perdona la desinteligencia, de manera que tampoco se la perdona a ella.
Creo que fue muy difícil poder narrarlas en sus complejidades de víctimas y victimarios, encarnando los dos extremos, el lugar del que recibe el golpe y el que golpea. Y además sin resentimiento, ni ánimo de vindicación ni venganza de alguien que padeció la violencia. En ese sentido aparecen con sus velocidades y sus ambiciones, con sus modos de buscar el reconocimiento, no solamente la sobrevivencia. Mujeres que no se conforman con la maternidad, con el hogar, y que no se conforman con la historia. Que no se refugian en el discurso del exilio ni en el padecimiento de la dictadura (…) porque también a esta familia la cruza no solo la condición del destierro, sino de la migración. En esa condición hay una construcción de paraíso permanente, porque la pérdida del paraíso fue absoluta. Estamos ante personajes que se rescatan a sí mismos, no necesitan a nadie que los salve.
Esta es una novela que nos obliga a leer con paciencia sobre el oficio de la jardinería y en general a hablar de los oficios, ¿Qué tanta intención tenías sobre esto?
A mí me parece que la construcción de caminos paralelos es una salvación contemporánea que, ni siquiera en una carrera ascendente de profesión de clase media con cierta conciencia social, política feminista o queer alcanza. No alcanza con el activismo, tampoco alcanza con el arte. Hay algo de una orden material que nos obliga a buscar el regocijo en lo propio. (…) También hay algo en torno a la materialidad, una paz que no está en las grandes ideas ni en los grandes proyectos políticos.
Una orfandad en medio del caos de la extinción, que nos confirma que estamos aquí en la medida en la que hacemos y que podemos tocar algo tangible, porque la discursividad, la retórica, incluso la fe nos dejan solos y nos traicionan. Los proyectos políticos tienen contradicciones, producen guerras internas y son imperfectos entonces hay una búsqueda de una perfección muy naive, una pretensión de lo hecho por uno mismo.
¿Y ahora que te has acercado a este oficio, dónde crees que se encuentra y dónde crees que se excluye con el exigente oficio de escribir?
Un jardín que se abandona puede sobrevivir, porque la naturaleza puede complotar para que, de modo más caótico y menos ornamental, las plantas crezcan y florezcan y se reproduzcan. Un texto abandonado no tiene más destino que la muerte. El oficio de la escritura requiere de una persistencia salvaje, porque tiene una cantidad de distracciones y obligaciones que hacen que escritores y escritoras seamos sujetos muy particulares acosados por un mercado que no nos premia ni rentabiliza para poder sobrevivir, y se llenan de oficios alternativos entre la docencia, la academia y la publicación de artículos.
(…) En un texto, sobre todo en un texto complejo, son muchas las variables que intervienen en el éxito de un párrafo o de un capítulo. En el jardín ornamental hay una estructura: aquello que va en el borde, en el centro… en el fondo se parece a la novela decimonónica, que se parece más al jardín inglés, pre pautado en términos estructurales.
“Imaginar un jardín es someterse a una nueva conciencia” es una de mis frases favoritas del libro. ¿Qué nuevas conciencias se despertaron para ti?
Esa conciencia tiene que ver sobre todo con el descubrimiento de que puedo estar solo. De que la presencia de lo humano no es lo único que me garantiza compañía. Y del enorme respeto por el valor de la naturaleza como un otro no pasivo, sino activo, que habla, que dice, que cuenta, que narra, que comunica. El escaso aprendizaje que tengo sobre jardinería me permite apreciar el progreso de las plantas y lamentar el retroceso, la acción de las plagas, el modo en que actúa la luz, el modo en que compiten y se solidarizan. (…) Me produce una enorme tranquilidad la de un mundo que funciona más allá de nosotros. La conciencia de que por más que lo que hagamos sea más o menos importante, somos tremendamente prescindibles, somos realmente diminutos. La conciencia de esa pequeñez es una conciencia de mi construcción profunda, no solamente de la deconstrucción masculina que en algún sentido está presente en este libro de muchos modos, sino también una deconstrucción de términos más estructurales, una subjetividad que deja de ocupar un lugar en el mundo (…), de la que es posible liberarse a ratos en esta relación de inmenso respeto que produce lo natural como lo otro que también nos constituye.
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