En su columna mensual, Luisa Uribe, antropóloga, socióloga y activista feminista, nos invita a cuestionar nuestras vidas cotidianas desde la óptica diversa de los feminismos. Esto, a través de críticas descoloniales al modelo neoliberal y a las estructuras que nos constituyen.
Si me sentara a hacer una lista de todxs lxs seres con los que he tenido vínculos eróticos, afectivos o sexuales, el patrón sería alarmantemente blanco y normativo. Si a esa lista le sumara otra sobre las características ideales que tengo en mi cabeza al pensar en cuerpos que considero deseables, y otra sobre el tipo de ‘belleza perfecta’ que consumo en redes sociales, todo se vería aún peor.
Desde mis 13 hasta mis 16 años, cuando empecé a desarrollar mi identidad y mi sexualidad, empecé a buscar príncipes azules (y blancos) en las películas o en las canciones de amor que cantaba a gritos. El hermoso Jake en Un Viernes de Locos que me repetí mil veces, Jess en Gilmore Girls. Los integrantes de boybands venezolanas, gringas y todo esa lista de estrellas masculinas, cisgénero, blancas y heterosexuales que aprendí a desear en abstracto. Todos altos, blancos, flacos, protectores… figuras que me salvarían de la incompletitud de mi feminidad.
Hoy, 12 años después, ya lo entiendo. Esos deseos iniciales, y mis listas llenas de cánones hegemónicos que delinean mis estándares, tienen una explicación principal: ser una mujer blanco-mestiza de clase media, que ha vivido casi toda su vida en Bogotá. Una mujer que por más teoría que haya leído, sigue deseando de manera sistemática esos cuerpos dentro de un espectro limitado y sigue anhelando un cuerpo más productivo y tonificado cada vez que se distrae mucho.
Cuando reconocí mi bisexualidad y me encontré con los feminismos y las apuestas descoloniales dentro de ellos, intenté sacudir mi deseo. Intenté cuestionarme sobre lo que me atraía y también sobre lo que el mundo me decía que me hacía “deseable”. Pero por más preguntas y procesos internos, la sacudida nunca fue definitiva.
Esto, debido a una verdad que sigue siendo irrefutable: a pesar de la amplia diversidad sexual y libertades que vivamos con nuestros cuerpos en algunos espacios (contados y bien privilegiados), la norma sigue siendo la blanquitud, la riqueza y delgadez. Y esta norma, que también es causa, tiene efectos concretos.
Por ejemplo, ocultamos todo lo “feo” que hay en nuestros cuerpos y le tememos a encuentros sexuales que revelen que no cabemos del todo en esa norma, o más bien que somos humanxs. También reproducimos imágenes normativas en nuestras cabezas y les damos el primer puesto en nuestro deseo, esto gracias a imposiciones como la “cultura” de la dieta, a los tropos de mujer empoderada que vemos en redes sociales, o a la idea de una masculinidad universal que es necesariamente viril. ¿Por qué esa norma sigue dominando nuestras formas de existir en el mundo?
El deseo y el placer están codificados por el poder. Así tengan infinitas formas, estas están atravesadas por lo normalizado: lo que hemos convertido en verdad. Esto significa que desear los cuerpos que deseamos no es una cuestión de azar o innata. Es más bien que esa verdad construida por el poder está impresa, también, en nuestro deseo.
Cuestionemos la heterosexualidad obligatoria, que no es una referencia exclusiva a la orientación sexual, sino también a todo el sistema que nos configura para anhelar una familia de cuatro con carro y perritos a bordo.
Esta explicación puede parecer abrumadora, pero prefiero verla como un horizonte de posibilidad: si nuestro deseo no es innato, lo podemos transformar.
Empecemos por algunas preguntas esenciales para la transformación: ¿Qué características tienen los cuerpos que deseamos y por qué? ¿Por qué deseamos el físico de las personas que hemos deseado en nuestras vidas? ¿Qué hemos hecho y dejado de hacer para convertirnos en sujetos deseables? ¿Cómo y por qué deseamos características concretas de lxs demás? ¿Qué nos produce placer y por qué?
En ese intento por descolonizar o reprogramar lo deseable, yo misma he explorado varios caminos. Nunca he tomado la decisión irresponsable y violenta de estar con alguien que no me parece atractivx “por probar”. Más bien se ha tratado de explorar cuerpos en abstracto. También de transformar prácticas cotidianas que parecen inofensivas, pero que están cargadas de esos poderes hegemónicos.
Hace unos años, por ejemplo, conocí el trabajo de Erika Lust, una directora que afirma hacer porno feminista porque explora otras formas de narrar. Muestra otros cuerpos, sus películas no se centran en encuentros de penetración, narran vínculos afectivos y no exclusivamente sexuales. También se encarga de que actrices y actores sean respetadxs en las grabaciones y de que tengan condiciones laborales dignas. A pesar de que seguía eligiendo videos protagonizados por mujeres y hombres normativos en sus películas (aunque no todos cisgénero) la relación con mi cuerpo y mi propio placer se transformó. Sobre todo pude reconocer que mi deseo no era inamovible.
Esto último me ayudó a explorar otras dinámicas en mis relaciones sexuales. Por ejemplo: dejé de buscar validación y placer en los rituales heterosexuales de cortejo que parecen un intercambio de dominación y vulnerabilidad. Ahora prefiero que un tipo sepa aceptar que no me depilo todo el tiempo y reconozca mis diversas formas de sentir placer. Eso antes de que me conquiste manteniendo erecciones o mostrándome que me puede proteger todo el tiempo. Últimamente, además, he explorado la idea de que el placer no siempre termina en un orgasmo para mí o para mi pareja. El placer también es lentitud, compañía e intimidad.
Y como esto no se trata de una asignación de culpas o de convertir nuestra vida sexual en un listado de corrección política, lo que sí podemos hacer es problematizar eso que consideramos deseable. Problematizarlo e historizarlo. Pensemos por un momento en lo funcional que resulta para el sistema desear cuerpos productivos, fitness y anhelar exclusivamente el placer de encuentros casuales y vínculos intercambiables. O en la idea ridícula de que el sexo es penetración y ya. Cuestionemos la heterosexualidad obligatoria, que no es una referencia exclusiva a la orientación sexual. También es todo el sistema que nos configura para anhelar una familia de cuatro con carro y perritos a bordo.
Está bueno que como mujeres sigamos cuestionando y enfrentando la moral machista con la que crecimos. Pero también abandonemos la comodidad de nuestro privilegio cis, heterosexual y blanco en ese proceso. Así como podemos debatir los impactos de las películas y el porno en nuestras propias vidas sexuales, también podemos sentarnos a pensar cómo es que han existido grupos enteros (comunidades racializadas y LGBTI, por ejemplo) a los que se les ha negado el placer, de los que se ha dicho que son perversiones, fetiches o que son “demasiado”.
Si pensamos que, efectivamente, lo personal es político, hay pocas cosas tan personales y políticas como los orgasmos y prácticas sexuales que ejercemos, deseamos y validamos.
Hoy me sigo viniendo con imágenes repetitivas de cuerpos normativos, pero también me vengo por el placer de conocerme y desarticular las verdades impuestas de un deseo que hacía que me sintiera extraña en mi propio cuerpo. Deseo vínculos significativos y espacios de intimidad en los que persigamos la interdependencia y el disfrute colectivos, no el empoderamiento vacío de la normalidad.