Son las seis de la mañana en El Rosal, Cundinamarca, y la noche se empieza a recoger. El aire quema como hielo. Gloria* y sus compañeras se bajan de la ruta, marcan tarjeta y entran al invernadero. Hoy no se trabaja hasta las dos de la tarde, sino hasta que terminen. Hoy Gloria va a cortar flores todo el día.
Es la misma hora en Miami, en una bodega cerca a su aeropuerto. Allí Álvaro* lleva toda la noche y la madrugada descargando cajas llenas de rosas, claveles, astromelias. El turno puede durar 18 horas, si aguanta. El problema para Álvaro, más que el tiempo, es el frío: estar bajo cero hace que le duelan las manos pero conserva frescas las flores.
Este 14 de febrero, Día de San Valentín o de los enamorados, las flores que Gloria cortó y que Álvaro descargó van a parar en la estantería de un almacén de cadena en Estados Unidos, donde las van a vender aproximadamente a 30 dólares a un extranjero enamorado, dentro de un jarrón lleno de agua, hielo y un químico para que vivan más. Algunos días después van a morir.
En MANIFIESTA quisimos seguir los relatos de quienes sostienen la agroindustria de las flores, una de las más importantes del país, que exporta el 95 por ciento de su producción. Un negocio de alta feminización laboral y condiciones precarias que afectan la salud. ¿Cuánto trabajo, y cuánta salud le cuesta a las mujeres de esta industria un ramo que llega a otro país para avivar la llama de les enamorades? ¿O uno comprado por mujeres empoderadas en el amor que, siguiendo a Miley Cyrus, se van a regalar sus propias flores hoy? ¿Por qué la precarización se agudiza a pesar de que las ganancias crecen?
Exportar belleza
En 2022 se exportaron 58.000 toneladas de flores para San Valentín. Este año no se espera gran crecimiento, por el clima y la inflación, pero sí superar los 2.000 millones de dólares en ventas del año pasado. En 2021 fueron 1.727 millones de dólares. La floricultura es la segunda industria con más exportaciones en el sector agrícola, después del café. Estados Unidos fue, es y será el destino principal de estas exportaciones, de hecho Colombia es su mayor proveedor. En 2018 los importadores que le seguían eran Reino Unido, Japón, Canadá, Holanda y Rusia.
Una de las películas colombianas más representativas de los últimos años, ‘María llena eres de gracia’, por la cual Catalina Sandino fue nominada al premio Óscar a Mejor Actriz, empieza con planos de mujeres trabajadoras de la flora en un invernadero. Cortan, deshojan, arman bouquets de rosas y se entierran espinas. Ese es el menor de los problemas.
La floricultura se instaló en Colombia en los setenta y empezó a ocupar un lugar clave en la economía de algunos municipios de Cundinamarca. Hoy el 66 por ciento de la producción nacional se concentra en este departamento. Guisella Veloza, investigadora y educadora de la Asociación Herrera, una organización comunitaria y eco-feminista integrada por trabajadoras de las flores y sus hijes, explica que la industria se organiza en grupos empresariales nacionales y extranjeros. “Estos grupos definen sus políticas de cuidado a trabajadoras y trabajadores. Claro, no las llaman así, son más bien respuestas frente a exigencias de derechos laborales que se han generado por la movilización social y presión internacional”.
Guisella agrega que la industria se mueve por temporadas. San Valentín es la de mayor producción, luego está el Día de las Madres, y otras como Sant Jordi, San Patricio, el Día de la Mujer y Acción de Gracias. Según el estudio de percepción ‘Salud, Trabajo y Capital: el caso de las mujeres trabajadoras de la agroindustria de flores de Madrid, Colombia, 2019-2020’, el proceso de producción tiene tres momentos. El primero es la preparación y mantenimiento de la infraestructura, que va desde arar la tierra hasta desinfectarla con agroquímicos. Esta etapa involucra sobre todo a hombres.
Luego viene el cultivo y la poscosecha. En el cultivo se cuidan las plantas sembradas en “camas” desde que son retoños. Las flores de San Valentín empiezan a cultivarse en noviembre. En la poscosecha se arman los ramos para exportar. Estos dos procesos requieren delicadeza y la industria, reforzando los roles de género, ha hecho que estén en manos de mujeres. Por eso se habla de una industria feminizada. Pero la profesora Juliana Flórez, una de las autoras del texto citado, explica que habría que analizar este dato. Actualmente hay una alta participación de hombres y mujeres migrantes provenientes de Venezuela.
Las jornadas laborales más largas se presentan durante la poscosecha, las semanas previas al 14 de febrero. En el cultivo también hay días eternos, como los que vivió Gloria cortando rosas y otras variedades desde las seis de la mañana hasta pasadas las cuatro de la tarde, con solo media hora de almuerzo.
Cuerpas expuestas
Es como si todo en la cadena de producción fuera potencialmente dañino. El estudio ‘Salud, Trabajo y Capital’ advierte seis afectaciones en los cuerpos de las mujeres trabajadoras de la flora y sus causas directas. Los accidentes, por ejemplo, se dan por falta de dotación de elementos de protección personal adecuados. Los problemas dermatológicos por la humedad: muchas veces el riego de las plantas se hace pasando por encima de las mujeres y desarrollen hongos por el agua que se les mete por los pies.
Los problemas respiratorios responden a los cambios de clima que se viven dentro de los invernaderos. “Por ejemplo, en estos días: un frío terrible que se le duermen las manos a uno y duelen. Pero ya como después de las nueve es una calor impresionante, eso es una temperatura altísima. Hay gente que no aguanta y se desmaya allá adentro”, nos cuenta Gloria. En los invernaderos de La Sabana las temperaturas pueden fluctuar entre los 0ºC, de madrugada, y los 40ºC cuando es mediodía.
Las mujeres en el cultivo y la poscosecha suelen sufrir problemas de circulación por permanecer de pie toda la jornada. También del síndrome del túnel carpiano, el manguito rotador y de tendinitis por la exigencia biomecánica de tareas como cortar tallos por ocho o más horas seguidas. Finalmente, la intoxicación es el problema de salud más grave derivado de la lógica de producción de todas estas empresas, que combina ahorro de mano de obra, altos ritmos de productividad y la compra de agroquímicos a transnacionales como Syngenta o Bayer.
Guisella explica que si bien desde la década de los ochenta hay mayor regulación frente a los plaguicidas de alta toxicidad, la exposición sigue siendo un hecho. “Ahora hay control de tiempos: fumigan al atardecer y al otro día es que pueden entrar los trabajadores al cultivo. Antes llegaban a fumigar encima de las personas”, explica la activista. La inhalación de estos venenos puede producir alergias respiratorias o en la piel, pero también intoxicaciones sistémicas. “En el caso de mi familia hemos tenido varias personas que eran muy sanas, dejan de trabajar en el sector porque se pensionan y ahí empiezan sus temas pulmonares o en la sangre”, concluye.
Este sigue siendo un punto neurálgico en el debate sobre la salud de las mujeres trabajadoras en esta industria, que deben entrar en contacto con las sustancias tóxicas en todo el proceso. Las flores que llegan a la poscosecha están llenas de agroquímicos, así es como resisten los viajes. Guisella explica que con las rosas es peor porque se usan sustancias más fuertes, tanto por las características del cultivo como por las exigencias sanitarias para su exportación.
“En la Asociación tuvimos casos de mujeres que nos contaban de abortos espontáneos, incluso de fetos que encontraban dentro de los cultivos. En los ochentas y noventas eran muy frecuentes esos casos. Como del aborto se hablaba mucho menos, pues era una tragedia mayor. Muchas mujeres nos hablaron de eso, de ocultar los fetos en los cultivos”, menciona Guisella.
La menstruación es otra experiencia de exposición. El estudio citado dice que no perder tiempo es la ley de este trabajo: “Como los baños, además de ser pocos quedan apartados, cuando tienen el período menstrual, las mujeres prefieren no ‘perder’ tiempo y, sin salir del cultivo y a escondidas, cambiarse la toalla higiénica con el riesgo de contaminar su cuerpo por el contacto directo con residuos tóxicos”, expone el texto.
El hecho de que la industria crezca en producción, exportación y ventas cada año se traduce en un riesgo concreto que rebasa la discusión sobre salud física y mental. “Cada vez la estabilidad laboral es más difícil en las empresas de flores porque los topes de rendimiento son más exigentes. En este momento hay una expansión acelerada de la floricultura y, por ende, una mano de obra explotada y tercerizada. Se puede jugar más con los derechos laborales de las personas”, afirma Guisella.
Se puede jugar al punto de convencerlas de que no hay tiempo ni para cambiarse la toalla higiénica.
Resistencias: sacudida y despertar
El auge y declive de la sindicalización en las flores ocurrió en los noventas, cuenta Guisella. A los paros y tomas de empresas que marcaron hitos, siguieron la apertura económica y los cambios en la contratación de les trabajadores. Desde entonces, Guisella asegura que “El papel de Asocolflores ha sido minimizar la movilización social, decir que los sindicatos han acabado con las empresas de flores. Esa fue una táctica que se utilizó mucho hacia mitad de los 2000, cuando cerraron muchas”, cuenta. “Hubo un proceso de persecución y les trabajadores mismos empezaron a culpar al sindicalismo”, dice la activista de Asociación Herrera. En 2020 el nivel de sindicalización no llegaba al 1 por ciento en la industria.
Sin embargo, en su momento fue este proceso de organización el que dio origen a otros de naturaleza comunitaria y feminista. El Paro de Benilda, por ejemplo, incentivó la constitución de la Asociación Herrera. En 2009, la empresa Flores Benilda pretendía entrar en liquidación sin pagarle a les trabajadores su salario y prestaciones. Por ello quienes hacían parte del sindicato Sintrabenilda se tomaron las instalaciones y se declararon en huelga indefinida. Esta duró dos meses, hasta que consiguieron el compromiso de pago por parte del patronal.
La peor parte es que en 2012 la Contraloría y la Fiscalía abrieron procesos contra varias empresas de flores y el Banco Agrario por posibles irregularidades en la gestión de créditos para el incentivo de la industria. La investigación de las autoridades apuntó a que estas habían pedido créditos para invertirlos en gastos distintos o para cerrar las empresas y constituir otras nuevas pues “La liquidación de las empresas con deudas y la apertura de otras nuevas le permiten a la patronal evitar hacerse responsable de las deudas que hubieran adquirido ya sea con el personal empleado o con los proveedores”. Esto explica un informe del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).
En 2014, un juzgado de garantías avaló la imputación de la Fiscalía contra el gerente de Benilda “por desviar a otros usos un crédito del Banco Agrario valorado en 10.000 millones de pesos”, cita el informe.
Gracias a la experiencia organizativa de Benilda, las mujeres de la Asociación Herrera han podido pensar otras luchas, más allá de los derechos labores. “Empezamos a investigar otros temas, escuchar testimonios de afectaciones en la salud, a ir a nuestras familias para conocer la vivencia desde allí. Así se dio la sacudida y el despertar”, cuenta Guisella.
“En la Asociación nos preguntamos, ‘bueno, frente a estas problemáticas y críticas que hacemos, ¿qué proponemos?’. Aunque la escala del daño de la floricultura es muy grande, así como el poder económico que maneja, hemos podido dar con soluciones para relacionarnos de otra forma con el cuerpo, con el tiempo, con el territorio”, dice la activista. “Es que no comemos flores. Entonces hemos llegado al tema de la soberanía alimentaria”, agrega. Con la soberanía alimentaria buscan atacar el monocultivo y explorar estrategias político-organizativas alternativas, que no las condenen a la explotación.
Explotación hasta el final
La romantización del negocio se expresa en la belleza de las flores, en el esfuerzo de más 140.000 trabajadores, su relación con la tierra, con el campo, pero también en lo que ese empleo, con todos sus costos, les ha permitido adquirir. Gloria lleva trabajando en flores 30 años. “He estado en tres empresas. En la última llevo 14 años, con contrato indefinido y todas las prestaciones. He trabajado para sostenerme y lo que tengo pues es gracias a ellas, a las flores. Tengo una casita, le di el estudio a mi hija también”, cuenta. Asegura que de salud se siente bien, pero que ha visto compañeras y compañeros enfermarse.
Las afectaciones de salud salen del espacio del invernadero y se evidencian en otras actividades de la cadena que permite llevar flores de El Rosal, Madrid o Cota hasta alguna bodega en Estados Unidos donde se despacharán al Walmart. Álvaro es un migrante en Miami. Dice que preferiría limpiar baños, pero “Las flores son el primer círculo del infierno para todo el que llega aquí”. Cuenta que la hora la pagan a 11 dólares en ese waterhouse que siempre está siempre a 30° Fahrenheit o -1°C.
“El horario son ocho horas normalmente y debes reponer el tiempo que gastas almorzando, media hora. Pero por San Valentín puedes trabajar 16 o 18 horas. Uno se vuelve presa de una rueda de hámster, es una especie de esclavitud muy rara”, dice Álvaro. “En ese lugar hay todo tipo de profesionales, gente de Cuba, Venezuela, colombianos. Hay gente que consume cocaína. Imagínate: trabajar para ganarse unos 120 dólares y gastárselos en perico. 120 o 130 dólares es lo que vale”.
En la bodega, como en el invernadero, les trabajadores permanecen de pie y descartan la idea de ir al baño. Álvaro ya empezó a enfermarse. “Me levanto y me duele abrir las manos, pero llega un punto en que las cuerpas se acostumbran al dolor”. En Colombia era artista, en Miami lo sigue siendo pero se ríe cuando dice que ya no le pagan por pensar. Le queda un año más para purgarse en ese infierno, empezar algún otro trabajo y seguir ahorrando para comprar su casa propia en Medellín. Mientras pasan los días, dice que extraña a una compañera que arreglaba ramos y ponía ‘Tren al sur’ a todo volumen. “Todes en esa bodega empezaban a gritar”.
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