Rompamos el pacto de la normalidad, por variar, y hablemos de lo que significa ser una mujer adulta y tener una vida sexual en el año 2021 acá en Colombia.
Y al hablar de esto, necesariamente, y desafortunadamente también, nos toca hablar aún sobre violencia de género, sobre lo que entendemos como un abuso sexual y sobre consentimiento. Hoy, por fortuna, los debates públicos sobre estos temas ocurren en muchos escenarios gracias al trabajo incansable de feministas que rompen el pacto cultural de guardar silencio, o que se niegan a pasar de largo por lo que hemos considerado normal o natural.
Pese a esto, sigue siendo común encontrarse con legitimadores de opinión que resaltan con fuerza la idea de que las mujeres necesitamos crecer, ser adultas o vestirnos de dignidad para aprender a diferenciar lo que es y no es violencia de género. Sucede mucho en una red social como Twitter, dónde la opinión abunda, que las discusiones me generen reflexiones y preguntas que se relacionan con el abuso sexual en nuestro contexto. Hoy quisiera profundizar en ellas.
Por ejemplo, ¿Qué tanto hemos hablado de esto en nuestras vidas cotidianas? ¿Qué tan claro tenemos el asunto cuando entramos en una relación de pareja? ¿Es claro para nuestras amigas, amigos, familiares, profesores y/o jefes(as) lo que es y no es violencia de género? ¿Sabemos de lo que hablamos cuando usamos las redes sociales para opinar al respecto? ¿Nuestros grupos de amigos y amigas saben distinguir entre el acoso y el coqueteo? Tal vez respondamos que ‘NO’ a muchas de estas preguntas. Pero esa respuesta nos permite, al mismo tiempo, entender la magnitud del problema al que nos enfrentamos.
Antes de desembocar en esas lógicas y discusiones que se tejen alrededor de las instituciones, el Estado, el Derecho penal acusatorio y el punitivismo, tengo la hipótesis de que nuestro deber es afinar muchísimo más nuestros análisis cotidianos sobre la vida sexual de las mujeres adultas en un contexto como el nuestro.
Mi hipótesis no para ahí: es posible que la violencia sexual (en donde caben el abuso y el acoso) no sea algo que sepamos definir objetivamente. Y si esa hipótesis llega a ser correcta, ¿Cómo describimos este fenómeno en nuestras vidas?
Generalmente cuando ponemos sobre la mesa el tema de la violencia sexual investigamos cifras y estadísticas. Entonces partamos de datos objetivos para entender mejor. Según registros de Medicina Legal, entre el 25 de marzo y el 10 de noviembre de 2020, se practicaron 9.652 exámenes médico legales por presunto delito sexual. El 85 por ciento (8.252 casos) de víctimas de violencia sexual fueron mujeres, adolescentes y niñas. Y de ese total, 6.963 víctimas de violencia sexual fueron niñas y adolescentes entre los 0 y 17 años. Eso equivale a un 85 por ciento de los casos.
En las cifras sobre violencias basadas en género siempre suelen colarse datos sobre niñas y adolescentes. Esto vuelve pertinente una pregunta: ¿Qué relación hay entre ser niña y adolescente en el contexto de violencia sexual en Colombia? La respuesta es que posiblemente a todas nos toque enfrentarnos a la violencia sexual en alguna medida.
Por eso es necesario construir una sociedad en la que podamos hablar más sobre esta correlación, en vez de seguir abrazando esa excusa de que, ante la violencia sexual, las más vulnerables son las niñas y que por lo tanto el abuso sexual es un problema que se resuelve cumpliendo 18 años o teniendo actitudes asociadas con la madurez.
Más bien, ¿Qué nos dice que el año pasado en Colombia se hayan practicado 9.652 exámenes médico legales por presunto delito sexual? Detengámonos a pensar un momento en las cifras, que están ahí para interpretaciones serias, no para reforzar datos institucionales al son de nada. Yendo por ese camino vamos a entender de manera profunda por qué no tenemos que hacer parte de esas cifras necesariamente para legitimar el fenómeno de la violencia de género como un hecho contundente.
Y a pesar de que hay muchos registros, ¿Tenemos cifras suficientes para explicar el fenómeno de la violencia sexual frente al sistema legal y frente a la sociedad en general? Mi respuesta es que no. Por eso hablar sobre esta forma de violencia implica atreverse Sí, atreverse. Porque es arriesgado hablar de nuestra vida sexual en una comisaría de familia o frente a un policía. Y hay una explicación por la cual nos toca seguir haciéndolo una y otra vez, injustamente.
En nuestra historia como mujeres hemos pertenecido al ámbito de lo privado. Nos lo dicen a diario las calles: no pertenecemos a ellas. Los piropos callejeros son formas en las que se nos disciplina y se nos incomoda con el fin de dejarnos claro el mensaje: las mujeres pertenecen a la cocina. Y con esa ‘claridad’ el mundo de lo público, por ejemplo, caminar por una calle a las 11 de la noche sin el peligro de ser violadas, es un ‘premio’ que nos tenemos que ganar, porque estamos en un territorio al que no pertenecemos. Ni se diga de lo que ha significado habitar el mundo siendo mujeres que se visten como quieren o que tienen relaciones sexuales con quienes así lo deseen.
Nuestra vida sexual ha dejado de pertenecer al mundo privado y ahora está en las calles de muchas formas, y por eso ahora nos toca explicarle al mundo que nuestro deseo constituye un peligro. No porque no sepamos tomar decisiones: porque asumir las decisiones de hacer lo que queramos tiene un precio en este mundo que habitamos, y ese precio puede empezar desde la incomodidad de un acoso hasta la atrocidad de un feminicidio.
La negación de una vida en la que somos autónomas es el castigo, porque está claro que si eres mujer y rompes el pacto de lo “natural” debes concentrarte en aprender a tomar cualquier decisión que involucre la vida pública sin poner tu vida en riesgo: trabajar, hacer deporte, coquetear con dos o tres tipos, ponerte una sudadera o una minifalda, incluso, aprender a elegir marido, porque lo importante es que no vaya a terminar siendo un psicópata que te pega o te viola en la intimidad de tu propia casa. ¿Hemos pensado un poco sobre lo que conlleva para nosotras romper ese pacto de lo natural? Las decisiones que tomamos sobre nuestra vida pública y cotidiana son, literalmente, elecciones de supervivencia.
Así se constituye nuestra vida diaria: atravesar muchas situaciones que van en contra de nuestra autonomía. Y sin embargo, hemos aprendido a hacerle frente a todo ello como hemos podido: con o sin feministas de nuestro lado. Con o sin teoría estudiada. Con o sin una clase social que nos respalde. Con o sin un color de piel socialmente bien aceptado. Juntas o en soledad.
La pregunta es: ¿Cuándo va a participar el mundo de nuestras decisiones? ¿De qué manera el mundo se está enterando de que las mujeres ahora vivimos en las calles y queremos hacer lo que queramos sin ser castigadas, abusadas o aisladas? La responsabilidad de esas cifras no puede caer sobre nuestras decisiones para ser libres. Nuestra vida sexual no puede seguir redundando en 9.652 exámenes médico legales por presunto delito sexual. Es hora de entender que las decisiones de cambio son un balón que está en la cancha y que para jugar se necesitan equipos dispuestos a hacerlo.
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